miércoles, 7 de abril de 2021

IRIA Y ADA

 

Iria lo poseía todo.

Tenía una hermosa cara que había seducido a una corte de admiradores; tenía un hermoso cuerpo que había enaltecido su condición de bailarina; tenía una hermosa casa donde vivía sola; tenía riqueza, tenía cultura, tenía personalidad, tenía salud. Pero no tenía hijos; no los tenía, no.

La compañía de danza en la que actuaba como primera bailarina estaba de gira por Europa, y la había llevado hasta Praga. Una mañana libre de ensayos, dedicó sus horas de asueto a pasear por el barrio judío sin rumbo fijo. De repente, el enigmático cartel de un pequeño establecimiento acaparó su atención:

NOÉ

ANTIGÜEDADES Y RAREZAS DEL PASADO

Y... ¿DEL FUTURO?

                Iria se detuvo ante el austero escaparate en el que únicamente vio una ramita de olivo reseca, una vieja lámpara árabe y un simple libro abierto: los tres expuestos sobre unos ropajes que impedían ver el interior del local. Cuando Iria traspasó el umbral de la puerta, el sonido armonioso y prometedor de unas campanillas anunciaron su visita, y salió a recibirle un anciano enjuto con el cabello tan blanco como su afilada barba.

A Iria le extrañó que el interior de la tienda estuviese abarrotado de objetos y que todos tuvieran aspecto de ser valiosas piezas de coleccionista, y así se lo comunicó a su propietario:

—A juzgar por el reclamo del escaparate, no me esperaba que esta tienda de antigüedades fuese tan exquisita y selecta.

—No se fíe de las apariencias —le corrigió el anticuario—. La ramita de olivo del escaparate es una de las piezas más valiosas que poseo. Se trata de la rama que la paloma mensajera llevó a Noé para anunciarle que había parado de llover; la lámpara es la de Aladino, y el libro es el manuscrito de la Divina comedia. Pero no le haré perder más su valioso tiempo con mis pobres divagaciones. Así que dígame: ¿en qué puedo servirle?

La mujer se sentía sobrepasada, descubriendo un tesoro en cada rincón, y no se decidía.

—Quiero un muñeco, pero ha de ser muy especial —dijo de pronto, apartando los ojos de las alas de plumas y cera que había fabricado Dédalo. El anciano le pidió que la siguiese, pues la acumulación de objetos era tan excesiva que los había clasificado por grupos.

Traspasaron un larguísimo pasillo repleto de puertas con sus correspondientes letreros. La sala de pintura estaba abarrotada de magistrales lienzos de todas las épocas, y el anticuario le mostró uno de los Caravaggios que se habían perdido en una inundación. En la sala de escultura, la colosal cabeza de Zeus realizada en oro y marfil por Fidias sobresalía de entre cientos de otras muchas estatuas de la Antigüedad. En la sala de tapices, había una auténtica alfombra voladora que había pertenecido a Saladino, y en la sala de joyería, un collar hecho con las lágrimas coaguladas de Cleopatra. En cambio en la sala de los espejos había una luna de plata que había pertenecido a Merlín y que reflejaba el alma de quien se mirara en ella. En la sala de música encontró la partitura de Orfeo, favola in musica de Monteverdi, y en el vestuario vio los auténticos zapatos de cristal de Cenicienta.

Y cuando al fin Noé abrió la puerta de la sala de muñecos, Iria creyó hallarse en el espacio más mágico y extraordinario que habían pisado sus pies.

Había aquí y allá muñecos de todos los tamaños, realizados en todos los materiales posibles e imposibles. Podías encontrar muñecas que habían pertenecido a niñas de civilizaciones extinguidas, como dos fabulosos muñecos de la Atlántida de cedro, oro y titanio.

A Iria le llamó la atención una muñeca pálida y mística y preguntó su precio.

—Es la única pieza que no le puedo vender. Perteneció a mi madre muerta —se excusó el anticuario—. Además ya no sé si esta muñeca es real o una creación de mi mente. Hace tanto tiempo que mi madre murió…

A fin de animarla a ir en otra dirección, el anciano le mostró la pieza más valiosa de la estancia: el teatro de marionetas del templo de Baco, del que hablaba Herón de Alejandría: «Mientras el dios cataba el vino, seis bailarines danzaban alrededor de un templete. Sobre la cúpula, la Victoria, coronada con hojas de vid, batía sus alas».

La bailarina admiró el prodigio del juguete. Conocía su existencia, pero creía que aquel teatro de marionetas se había perdido en el tiempo, y se planteó la posibilidad de comprarlo.

—Verdaderamente, es lo más asombroso que he visto en mi vida. ¿Cuánto cuesta?

El anticuario anotó una cifra en un cuadernillo y se lo mostró a la mujer. Aunque era una cantidad muy elevada, todavía estaba al alcance de su mano, así que no regateó.

Estaban a punto de cerrar el trato cuando, de repente, se encendieron las velas de una pequeña pasarela, y una muñeca de tamaño sorprendente, pues medía casi metro y medio, empezó a cantar una melancólica canción mientras ejecutaba los movimientos lentos, graves y solemnes de una pavana. Después se apagaron las velas y la muñeca empezó a interpretar algunas figuras mímicas del cotillón, como la cuna, el mar agitado, la caza con los pañuelos, el espejo, la máscara, y la engañadora.

Cuando acabó su torpe pero deliciosa actuación, la mujer aplaudió emocionada y se acercó para abrazarla. Le acarició sus finos y largos cabellos y le llamó la atención la textura satinada de su piel.

El anticuario, con cierta desgana, le indicó que estaba realizada en pasta de cartón con una mezcla de gutapercha y marfil.

Ante el interés de su clienta, le aclaró que la muñeca tenía gracia y encanto, pero que como pieza de coleccionista carecía de valor. Luego añadió que se la regalaría si le compraba el teatro de marionetas del templo de Baco. Pero Iria ya solo quería aquella muñeca e insistió en comprársela, pagándole el precio convenido.

El vendedor vistió a la muñeca con su trajecito de paseo, mientras refunfuñaba algo inteligible. Quiso meterla en la caja donde ya había guardado sus dos trajes de baile y un ajado camisón, pero la mujer insistió en salir a la calle con la muñeca cogida de la mano, mientras que con el otro brazo cargaba con la caja azul donde estaba impreso en letras doradas el nombre de la muñeca: «Ada».

La muñeca caminaba despacio mientras iba girando la cabeza de un lado a otro, para observarlo todo con sus ojos de cristal, y no parecía tener frío, a pesar de que su vestidito era demasiado primaveral para esa época del año. Cuando llegaron al hotel, la mujer acostó a su muñeca en su propia cama y le dio un beso de buenas noches.

La muñeca Ada la miró un instante, sonrió y pestañeó tres veces. Sus párpados sonaron como el aleteo de una mariposa cuando se dirigió a su dueña y la llamó mamá.

A partir de ese día la mujer y la muñeca vivieron felices como madre e hija. Pero sucedió que al cabo de unos años, pocos, Iria se quedó embarazada y tuvo una hija de verdad, a la que bautizó con el nombre de Angélica.

La muñeca sentía celos de la niña pero, aún así, pronto se convirtieron en inseparables compañeras. Jugaban juntas, comían juntas, dormían juntas, y juntas soñaban lo que harían cuando se hicieran mayores.

La niña fue creciendo, como es natural, a diferencia de la muñeca, que siempre aparentaba la misma edad. Estaban tan íntimamente unidas que no podían vivir la una sin la otra: la muñeca le daba vida a la niña, y la niña le otorgaba conciencia a la muñeca.

Angélica llevaba a Ada a todas partes y no se separaban ni un solo instante, hasta que llegó el día en que la niña tuvo que ir por primera vez a la escuela y tuvo que dejar a Ada en casa.

Cuando Angélica regresó del colegio corrió a jugar con Ada, pero la encontró paralizada por la tristeza. Estaba rígida e inmóvil como cualquier muñeca y no parpadeaba.

Ada se había dado cuenta de que ella siempre sería igual y que había cosas que nunca podría hacer, como crecer, ir al colegio, casarse, tener hijos... La tristeza la había inmovilizado y, cuando Angélica le preguntó qué le pasaba, la muñeca se limitó a mover ligeramente los labios para decirle que envidiaba su suerte.

La niña se entristeció al escucharla y se apenó del destino de la muñeca y de su propio destino, pues Angélica no podía ignorar que le daba miedo crecer, casarse, tener hijos, y le transmitió sus temores a su muñeca, confesándole que ella también envidiaba su suerte.

—¿Qué puedo hacer por ti? —sollozó Angélica mirando los ojos de cristal de su hermana—. Haría lo que fuera para que siempre estuviéramos igual de unidas y siguiéramos jugando como hasta ahora.

Entonces fue cuando a la muñeca se le ocurrió la idea de que podían intercambiar sus respectivos cuerpos, siempre que ambas lo desearan, al igual que solían cambiarse los vestidos.

Ada sabía cómo hacerlo. En el anticuario, mientras aguardaba a que alguien la comprara, había estado leyendo los libros de ciencias ocultas, y con el consentimiento de Angélica llevó a cabo un conjuro gracias al cual podían intercambiar sus personalidades por unas horas.

—Abracadabra tornan las almas, abracadabra —clamó Ada, y la muñeca pasó a poseer el alma de la niña, y la niña ocupó el cuerpo material de la muñeca. Nadie, ni siquiera la madre, se dio cuenta del cambio.

A ambas les complació mucho la experiencia y pasaban el tiempo cambiándose los cuerpos y las almas. A veces, la muñeca quería hacer de niña, y otras era la niña la que quería hacer de muñeca.

Y ocurrió que a medida que Angélica iba creciendo se parecía cada vez más a la muñeca, hasta el punto de que a veces Iria llegaba a confundirlas.

Cuando Angélica cumplió los doce años, se convirtió en una adolescente bonita, inteligente y generosa, pero a Iria le preocupaba que, a su edad, siguiera tan apegada a la muñeca. No imaginaba que en esos momentos ambas estaban llevando muy lejos el juego de intercambiar sus naturalezas. Ada se había hecho pasar por Angélica, y acababa de aceptar una cita galante con un muchacho llamado Adán, que vivía en la misma calle.

Aquella misma tarde, Iria estuvo contemplando el teatro de marionetas de un titiritero ambulante y decidió desprenderse de la muñeca. Así que regresó a su casa, e ignorando que en ese momento la que yacía en la cama era su propia hija, la metió en su caja de cartón y le pidió al recadista de la tienda que se la llevase al titiritero tras darle una buena propina.

Y mientras ellos trajinaban y hacían desaparecer a Angélica, Ada se divertía bailando con Adán en la fiesta de fin de año. Era su primer baile y era su primer pretendiente. Ada se creía enamorada de Adán y Adán pensó que la chica que bailaba con él, con aquel vestido del color de la espuma del mar, era la más hermosa que había visto en su vida.

Ada giraba abrazada a Adán, pero con cada vuelta que daba se sentía más culpable por haber suplantado a Angélica en una noche tan especial y, antes de que acabara la fiesta, le pidió a Adán que la acompañase a casa.

Al llegar, la pareja se detuvo ante la puerta de entrada. En el instante en que empezaban a sonar las doce campanadas en el reloj de carillón del recibidor y empezaba el nuevo año, Adán se inclinó para besar a la falsa Angélica.

Sus bocas apenas se rozaron, porque Ada esquivó sus labios y le pidió a Adán que la esperara en el porche. Luego corrió en busca de su hermana, pensando que Angélica podría bajar y recibir al fin el beso de amor que le pertenecía. Abrió la puerta del dormitorio y, al no encontrarla sentada en la cama o en la mecedora con su rígido y acartonado cuerpo, sospechó lo peor. Con el alma en vilo, corrió a la habitación de la madre para preguntarle por la muñeca.

Iria le contestó que se la había regalado al titiritero. Al ver la cara de pánico de la muchacha, la mujer se excusó, alegando que lo había hecho por su bien, para que ese enfermizo e infantil apego no le impidiese crecer.

—Debes acostumbrarte a los juegos normales de tu edad. Verás cómo a partir de ahora te olvidas de la muñeca y empiezas a vivir de verdad.

Aterrada, Ada le habló a la mujer del juego de intercambio de identidades que habían estado practicando durante el último año. Iria creyó entenderla y dijo:

—No te preocupes... Ada se encontrará más en su ambiente con el titiritero que con nosotras.

Más aterrada todavía, Ada le desveló a Iria su verdadera identidad.

—¿Es que no quieres entenderme? ¿Has regalado al titiritero a tu hija Angélica, a tu verdadera hija?

Los cabellos de Iria se tornaron súbitamente blancos y salió a la calle en busca del titiritero ambulante, pero había desaparecido de la ciudad sin dejar rastro.

La tristeza paralizó a Ada, postrándola primero en una silla de ruedas y después en la cama, hasta acabar insensible como un maniquí de cartón piedra.

Iria dedicó el resto de su vida a buscar a Angélica, si bien nunca la encontró. Anduvo por todas las ciudades, por todos los pueblos, por todas las aldeas, por todos los caminos. También pasó por Praga para pedir consejo a Noé, pero en lugar de la tienda de antigüedades solo halló un local vacío. Y, cuando preguntó por él, nadie le conocía y no supieron contestarle.

Vivió mortificada hasta el día de su muerte, pensando que en algún lugar del mundo su hija estaría actuando en un viejo carromato... Y se la imaginaba bailando un cotillón o una pavana con sus ajados vestiditos y sonriendo apenas, con su eterna y patética cara de muñeca.

Irene Gracia, Ondina o la Ira del Fuego

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