lunes, 5 de abril de 2021

UNA MÚSICA SUBLIME

 

Sin darse cuenta, llegó la noche y Hannah se retiró a su habitación para asearse antes de cenar. Apreciaba mucho los pocos momentos de quietud y soledad que tenía su día. Quería lavarse la cara y cambiarse de delantal, puesto que se le había ensuciado, pero antes de hacerlo tanteó con cuidado en su bolsillo.

El aparato raro seguía allí. Lo tomó con mucho cuidado, asegurándose de que la puerta de su cuarto estaba bien cerrada antes de hacerlo, y lo puso sobre la cómoda. Escogió un delantal limpio del armario y, cuando iba a meter el artefacto de nuevo en su bolsillo —el lugar más seguro que se le ocurría para guardarlo—, oyó un zumbido extraño que la paralizó. ¿Qué era aquel ruido?

Sin duda procedía de la pequeña máquina que Daniel había perdido. ¿Por qué sonaba? ¿Lo había estropeado al tocarlo?

El zumbido parecía aumentar de volumen y Hannah se asustó, pensando en cómo iba a poder ocultar aquella máquina diabólica de los oídos de su familia. Tomó una de las esferas blancas del extremo del hilo, sin saber qué hacer, y al acercar su cabeza para cogerlo le pareció que el sonido que provenía del aparato no era un simple ruido.

Hannah vio que la pantallita cuadrada del aparato se iluminaba y pudo leer en ella unas palabras incomprensibles: «Un dì, felice, eterea». Con curiosidad y miedo a partes iguales, acercó la media esfera a su oreja. Entonces la oyó y se sintió paralizada.

Era música.

Una música sublime, nostálgica y extraña salía de aquel rectángulo plateado. Hannah no comprendía las palabras, pronunciadas en un idioma sonoro y exótico, pero la melodía y las voces, poderosas y vibrantes como pájaros alzando el vuelo, eran de tal belleza que se preguntó si no procederían directamente del Cielo.

Se quedó allí quieta un par de minutos, escuchando embelesada aquella rara tonada, hasta que su madre la llamó para cenar. Entonces metió el aparato mágico debajo del colchón, a toda prisa, y comprobó que las gruesas capas de mantas amortiguaban el zumbido.

Mientras se dirigía al comedor, se dijo que ya no tenía otra opción. Al día siguiente buscaría a aquel inglés que tantos quebraderos de cabeza le estaba trayendo. Le devolvería su máquina sonora y no lo dejaría marcharse hasta averiguar de dónde procedía aquella música tan distinta de los himnos que hasta ahora había escuchado.

Rocío Carmona, El Corazón de Hannah

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