miércoles, 3 de octubre de 2018

VOY A ESCRIBIR UN CUENTO



El profesor Delgado escribió en la pizarra de acrílico: «Blanca Nieves en Nueva York».
Entonces éramos Esteban, Sumalavia y Milovana y cinco personas más. No conocía mucho a Esteban ni a Sumalavia. A Milovana no la conocía nada. La próxima clase debíamos llevar el ejercicio. Nos comentó que era un ejercicio que había sido propuesto en una escuela de Creative Writers en Estados Unidos, no sé si precisamente en Nueva York.
El título parecía inspirado en la novela de J. P. Donleavy, pero sólo parecía. No tenía nada que ver.
El ejercicio no pretendía llevarnos a nada, y el profesor se cuidó de decir cualquier cosa que pudiera manipular el trabajo. No dijo nada sobre Blanca Nieves y tampoco nada sobre Nueva York.
Era sólo una «frase motivadora», una simple frase de la que podía surgir algún relato, una historia más compleja, lo que nosotros estuviéramos dispuestos a hacer.
Yo no necesitaba frases motivadoras, por aquellos años me resultaba demasiado fácil escribir, escribía todo el tiempo, no había sábado de taller que no llevase un cuento escrito a mano en unos cuadernillos de prácticas calificadas que robé de la universidad donde trabajaba.
Escribía cuentos extensos donde nunca pasaba nada y que justificaba llamándolos «cuentos de atmósfera».
Tenía un proyecto propio, iba a mi propio ritmo, preparaba un primer libro de cuentos, no me interesaban las clases teóricas ni los ejercicios: el taller era sólo un público cautivo destinado a leer mis historias antes de sumarlas al libro.
Pero ese ejercicio sí elegí cumplirlo.
El profesor dijo que en la próxima clase iba a leer un par de textos que surgieron en ese taller en Estados Unidos a partir de la frase. Los íbamos a comparar con nuestros cuentos. No dijo eso, pero era obvio.
Me gustaba la competencia.
El vivo retrato del artista cachorro.
Iba a competir. Iba a escribir un cuento titulado Blanca Nieves en Nueva York.

Iván Thays, Un Sueño Fugaz

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