jueves, 18 de octubre de 2018

FANTASÍA BOTÁNICA


Son bien conocidas, desde la Antigüedad, las teorías de la metempsicosis, según las cuales las almas, tras la muerte corporal, se reencarnan en cuerpos de otras personas o animales. Pero mucho menos conocidas son otras teorías que afirman que el alma transmigra a un organismo vegetal.

Uno de los autores que más contribuyeron a difundirlas fue un monje tibetano que se pasó parte de su vida asegurando que había sido caña de bambú en alguna de sus existencias anteriores, y que gracias a esa condición de bambú había sobrevivido a varios naufragios.

Según tan curioso catálogo, el ciprés solitario es uno de los grandes privilegiados de la botánica. Su apariencia hierática y lo estilizado de sus formas le dan un cierto aire de dandismo; en él todo tiende a hacerse arrebato espiritual, sueño de elevación, énfasis contemplativo. Todo en el ciprés sugiere la tristeza de los corazones solitarios, por eso su hábitat natural son el silencio de los cementerios y el recogimiento de los claustros. Es un árbol sereno y metafísico y a él transmigran todos los diversos anacoretas y filósofos que en el mundo han sido. Desde su lejanía y su distancia, miran el mundo y sus oscuras vanidades con desprecio, porque en todo ciprés bulle siempre una corriente de savia senequista. Todo en ellos, desde la raíz hasta su última rama, es signo de aristocratismo y distinción; pero su elegante altivez no es más que un disfraz tras el que se ocultan personalidades tímidas y retraídas.

El bambú cimbreante (especie a la que pertenecen también el junco, el mimbre y el fresno norteño) se caracteriza por su gran flexibilidad, y por ello es frecuentado por gente volátil y tornadiza, de carácter más bien caprichoso e inestable. Los que transmigraron al bambú fueron aduladores leales, fieles recaderos, excelentes asesores, secretarios intachables, cargos de confianza que ramonearon al amparo del poder, gente urdidora y sutil dotada de gran habilidad para sortear toda clase de dificultades. Gracias a su extraordinaria resiliencia, el fresno y el bambú jamás sufren daño alguno como consecuencia de golpes, choques o cualquier otra forma de violencia, porque su elasticidad los hace muy adaptables y los capacita para ser buenos subordinados, por eso en su vocabulario nunca existió la palabra rebeldía. Su tallo flexible y resistente les hace sobreponerse a toda adversidad, pues siempre saben ponerse al sol que más calienta. Son también excelentes nadadores de los que saben muy bien guardar la ropa, y suelen mantenerse a flote, como los nenúfares, cuando el mundo se hunde a su alrededor.

La yedra trepadora se vale de sus brazos sarmentosos y sus raíces adventicias para agarrarse a los cuerpos que se interponen en su camino. En busca de luz y proyección, en su recorrido ascensional la yedra coloniza cuantos soportes sólidos encuentra a su paso y, una vez aferrada a ellos, no hay modo de librarse de su acción invasora. Busca el arrimo de las tapias o los troncos de los árboles porque sabe que cuanto más firmes sean sus soportes, más duradera será su existencia, y practica aquella estrategia que hizo famosa Lázaro de Tormes: la de arrimarse a los buenos para ser uno de ellos. Los que se reencarnaron en yedra fueron en vida gente ruin y medradora, oportunistas en general que buscaron el cobijo de la buena sombra en el buen árbol. Es una especie amorfa, pero singularmente tenaz y mimética, pues al carecer de forma propia adopta camaleónicamente las formas de los cuerpos ajenos. Es la garrapata del reino vegetal y su acción parasitaria puede acabar ahogando, con su espeso y verde follaje, a los árboles por los que trepa. Como el abrazo de una pitón, puede terminar asfixiando a su víctima, aunque la yedra, que es una planta afortunada, siempre encuentra nuevos troncos por donde seguir trepando en los poblados bosques de la vida.

El olivo centenario es un árbol austero y disciplinado, voluntarioso y pragmático. Su achaparrado aspecto, su tronco ahorquillado y nudoso, así como sus perennes hojas coriáceas lo hacen poco vistoso, pero el olivo no es un árbol amigo de apariencias. Rehúye los ornamentos y, desde su sobriedad cartesiana, se limita a dar fruto. No sabe de hueras retóricas, tan solo sabe del esfuerzo generoso, del sacrificio, de la entrega. Árbol tentado por las simetrías, tiende a alinearse en largas y monótonas hileras en las que el brillo de lo individual tiende a subordinarse a la eficacia del colectivo. Es, por todo ello, un árbol propicio para las personas que en su vida tuvieron apego a la disciplina y al rigor. Las almas de todos los gremios propensos al uniforme o al hábito están atrapadas en la gris geometría de los olivares.

El arbusto culebrero, al que transmigran todos los frustrados, los insatisfechos y los envidiosos incurables, es una planta que quiere y no puede, de ahí su natural frustración. Se mira a sí mismo y se ve feo, pequeño, sin flores y sin frutos, y luego mira alrededor, contempla la amarilla explosión de la retama, la olorosa floración de la jara o la inalcanzable estatura del árbol, y le gustaría ser árbol, jara o retama. Tiene el gesto sombrío e insatisfecho de quien aún no ha encontrado su lugar en el mundo, porque no se acepta a sí mismo y porque no ha aprendido el don de la humildad. Tiende a valorarlo todo por su apariencia, por su color o su tamaño, y no sabe que la naturaleza no ha establecido prioridades ni jerarquías. Ignora que la belleza no reside en las cosas sino en la forma de mirarlas, y también ignora que dentro de la vasta diversidad de la naturaleza nada es más ni menos importante, puesto que formas, tamaños y colores se engastan en un todo donde cualquier pieza resulta necesaria, como los engranajes de una maquinaria maravillosa y perfecta.

El geranio doméstico es una planta que, en sus distintas modalidades de interior, de terraza o de patio, se caracteriza por su provisionalidad. Se diferencia de las demás plantas por su ausencia de raíces en el suelo, de ahí que su naturaleza esté definida por la movilidad. Su ubicación es irrelevante porque la maceta carece de anclajes. Aunque se diría que su condición de desarraigados los hace más libres e independientes, sin embargo los geranios resultan muy manejables porque carecen de convicciones profundas. Sufrieron la reencarnación de la maceta todos los nómadas, los exiliados, los viajantes, los interinos, los vagabundos y todos los peregrinos sin patria. También los cargos públicos, especialmente si son subsecretarios o viceconsejeros de algo, así como las personas que viven de alquiler, incluso los tránsfugas políticos, suelen transmigrar a esta especie que, en el fondo, tal vez solo sueña con una pensión vitalicia y con un trozo de tierra firme donde hincar sus raíces.

Frente a la provisionalidad que caracteriza a la maceta, la higuera es un árbol nutricio, tótem de las infancias felices, caracterizado por su espíritu de permanencia. Crece en el ámbito familiar de los patios y es, por ello, el árbol de los afectos, que proyecta siempre un poderoso haz de sombras maternales. Es el árbol de la memoria, propio de gente con una acentuada vocación regresiva; árbol de una raza odiseica que vive en estado de constante añoranza y que anhela el regreso a la Ítaca de sus orígenes; una Ítaca que, más que un lugar concreto, suele ser un espacio interior edificado sobre el humus de los recuerdos. Los reencarnados en higuera tuvieron siempre un tirón de poetas elegíacos y supieron crecer hacia las más hondas esencias de la tierra, sabedores de que solo a partir de las raíces puede elevarse, con firmeza, el vuelo de las ramas.

El abedul es un árbol elegante al que llaman «la dama de los bosques» por su airoso follaje, su blanca corteza y sus gráciles ramas. Su belleza resulta especialmente llamativa en otoño, cuando sus hojas se tornan de un amarillo intenso. La luz resulta esencial para su desarrollo, razón por la cual si crecen a la sombra mueren pronto. Es un árbol al que suelen transmigrar los pintores y los fotógrafos, y todos aquellos que tratan de captar, a través de la luz, toda la belleza (la visible y la oculta) de las cosas.
El sauce llorón tiene su hábitat más idóneo en las orillas de los ríos y junto al agua de los estanques. La flexibilidad de sus ramas caedizas le ha dado fama de árbol tristón y melancólico, de ahí que se hayan reencarnado en sauce las personas con inclinaciones depresivas. Pero los sauces, pese a lo que suele creerse, no ven en el agua lo que tiene de lágrima, sino más bien lo que tiene de espejo. Buscan contemplarse a sí mismos en su quieta superficie, de ahí que sea el árbol propicio para los narcisistas y para todos los ególatras en general, que se pasan la vida mirándose las hojas de su propio ombligo.

La cardencha de la llanura (especie a la que pertenecen también la ortiga, el cactus, el abrojo y el cardo borriquero) es una planta muy frecuentada por personas de carácter híspido, desapacibles en el trato y de comportamiento esquivo, que parecen estar siempre marchándose de todas partes. Son huidizos, ariscos, taciturnos y poco sociables y, al contrario que la zarza, no usan sus pinchos para adherirse, sino para evitar todo contacto con el mundo. Es la planta predilecta de los ermitaños, las monjas de clausura, los ejecutivos que viven encerrados en su despacho y los poetas que decidieron encerrarse en torres de marfil. Su hábitat natural son los dinteles de las puertas, porque siempre tienen una palabra de despedida preparada en los labios. Tras sus coronas de púas, en el fondo ocultan una personalidad frágil y sensible, o tal vez acomplejada, que necesitan proteger con sus corazas defensivas.

Pedro A. González Moreno, La Mujer de la Escalera

PREMIO CAFÉ GIJÓN 2017

No hay comentarios:

Publicar un comentario