viernes, 26 de octubre de 2018

ERASE UNA VEZ


una niña pobre, tan hermosa como buena, que vivía con su malvada madrastra en una casa del bosque.
—¿Del bosque? El bosque está anticuado. Vaya, todo ese entorno rural ya empieza a cansarme. No es un buen reflejo de la sociedad de hoy. ¿Por qué no la trasladamos a un entorno urbano, para variar?
—Erase una vez una niña pobre, tan hermosa como buena, que vivía con su malvada madrastra en una casa en las afueras de la ciudad.
—Eso está mejor. Pero debo cuestionar muy en serio el adjetivo pobre.
—¡Pero era pobre!
—La pobreza es relativa. Vivía en una casa, ¿no?
—Sí.
—Luego, desde una perspectiva socioeconómica, no era pobre.
—¡Pero el dinero no era suyo! La gracia del relato es que la malvada madrastra la obliga a llevar harapos y a dormir junto a la chimenea...
—¡Ajá! ¡Tenían chimenea! ¿Desde cuándo los pobres tienen chimeneas? Ve al parque, ve una noche a una estación de metro, ve a ver cómo duermen en cajas de cartón. ¡Entonces sabrás lo que es ser pobre!
—Erase una vez una niña de clase media, tan hermosa como buena...
—Para un momento. Creo que podemos eliminar lo de hermosa, ¿no? La mujer de hoy ya tiene que lidiar con demasiados estereotipos físicos intimidatorios, con todas esas bollicaos que salen en los anuncios. ¿No puedes hacerla, bueno, digamos, más normal?
—Erase una vez una niña con un ligero sobrepeso y cuyos dientes frontales sobresalían, que...
—No me parece divertido reírse del aspecto de la gente. Además, estás fomentando la anorexia.
—¡No me burlaba! Me limitaba a describir...
—Sáltate la descripción. Las descripciones oprimen. Pero puedes decir de qué color era la niña.
—¿De qué color?
—Ya me entiendes. Negra, blanca, roja, morena, amarilla. Ahí tienes las opciones. Para tu información: basta ya de blancos. La cultura dominante esto, la cultura dominante lo otro...
—No sé de qué color era.
—Bueno, lo más probable es que fuera del tuyo, ¿no crees?
—¡Pero esto no tiene nada que ver conmigo! Es sobre una niña...
—Todo tiene que ver contigo.
—Me parece que no tienes ganas de oír esta historia.
—Oh, bueno, sigue. Que sea étnica. Eso podría ayudar.
—Érase una vez una niña de raza indeterminada, tan normal de aspecto como buena, que vivía con su malvada...
—Otra cosa. Buena y malvada. ¿No crees que podrías dejar atrás estos epítetos que responden a puritanos juicios morales? Al fin y al cabo, son en gran parte de puros condicionamientos, ¿no?
—Érase una vez una niña tan normal de aspecto como adaptada a su entorno, que vivía con su madrastra, que no era una persona abierta ni cariñosa porque había sido maltratada durante la infancia.
—Mejor, ¡Aunque estoy harta de tantas imágenes femeninas negativas! Las madrastras siempre aparecen como malas. ¿Por qué no la conviertes en un padrastro? Además, así la historia tendría más sentido, considerando la conducta perversa que vas a describir. Introduce látigos y cadenas. Todos sabemos cómo son de retorcidos esos tipos reprimidos de mediana edad...
—¡Hey, espera un momento! Yo soy un hombre de mediana edad...
—Vale, señor Susceptible. No te des por aludido... Esto queda entre tú y yo. Sigue.
—Érase una vez una niña...
—¿Cuántos años tenía?
—No sé. Era joven.
—Esto acaba en boda, ¿no?
—Bueno, no quiero revelarte la trama, pero... sí.
—Entonces puedes borrar esa terminología paternalista condescendiente. Es una mujer, colega. Una mujer.
—Érase una vez...
—¿Qué es eso de érase una vez? Ya basta del pasado. Háblame de ahora.
—Es...
—¿Y bien?
—¿Y bien, qué?
—Y bien, ¿por qué no hay?

Margaret Atwood

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