lunes, 1 de octubre de 2018

NARICES



Aguileñas como picos de rapaces, rojas por el frío matutino, granujientas y tumefactas por el mucho beber; aplastadas por un espadazo recibido de plano cuando servían a la patria o celebraban al dios Baco; torcidas por un puñetazo certero encajado mientras se disputaban un hueso, una moneda o la raja de una mujer; mutiladas por el mandoble de un acreedor o de un asesino torpe; anchas y rubicundas, de orificios enormes y cavernosos.

Las narices tienen muchas formas, pensaba el hombre de negro, que escondía la suya propia tras el cuello alzado de la chaqueta y debajo de una bufanda de lana, y se abría paso entre la multitud por el bulevar de la Buena Nueva. Dando codazos y empujones, observaba las caras con la esperanza de encontrar una mirada cómplice, pero lo único que veía era una sucesión de narices que apuntaban en la misma dirección, la dirección por la que debía venir la carroza.

Las narices del pueblo lo repugnaban. Con moquitas colgando por el frío, con pecas y con verrugas, aquellos órganos deformes parecían partes anatómicas de animales salvajes, aunque aún estaban un escalón más abajo en la Creación y sólo servían para aspirar las miasmas de los bajos fondos.

Nada mejor representaba a la plebe de París que aquella muchedumbre de narices.

Quizá convenía rebautizar la ciudad con el nombre de Nasonia. ¿Por qué no, ya puestos? Si estaban poniendo el mundo del revés, todo era posible, incluso cambiarle el nombre a las ciudades y a los meses del calendario.

Wu Ming, El Ejército de los Sonámbulos

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