jueves, 4 de octubre de 2018

DE NIÑA, LEÍA LIBROS


La seguí con la mirada e intenté distinguirla entre los árboles, y entonces me vino a la cabeza. Robinson Crusoe. Lo había devorado seis o siete años atrás. «Cuando todavía leía libros», pensé esbozando una sonrisa triste.
Con once años había sido una preadolescente muy friki. Tenía la costumbre de confeccionar un fichero minucioso con todas las novelas que pasaban por mis manos. Tras leer cada obra escribía un resumen, unas pinceladas biográficas sobre el autor y mi ridícula opinión personal sobre la novela. También anotaba un fragmento escogido. No contenta con aquello, al finalizar memorizaba uno o dos párrafos del libro en cuestión, a veces una página entera, en función del impacto que me hubiera causado la lectura.
Lo hacía inspirada en la peripecia de los «hombres-libro» de Fahrenheit 451. Como no era capaz de aprenderme un volumen completo de memoria, estudiaba mi fragmento favorito hasta que lograba recitarlo de corrido. Me había convencido de que, si alguna vez llegaba el apocalipsis y yo sobrevivía, conmigo lo haría una parte de aquellos tesoros literarios.
Gracias a aquella afición extravagante de otros tiempos, fui capaz de recordar en aquel momento la novela de Daniel Defoe, cuando Robinson Crusoe naufraga en una isla desierta y, completamente solo, decide pasar su primera noche subido a un árbol. Entorné los ojos, evaluando los que me podían estar observando en la oscuridad, y me llevé una mano a la sien dispuesta a recordar:
«Al acercarse la noche, empecé a angustiarme por lo que sería de mí si en esa tierra había bestias hambrientas, sabiendo que durante la noche suelen salir en busca de presas».
Mientras recitaba aquellas palabras, que iban saliendo de mi boca con sorprendente facilidad, pensé en la clase de animales que podían estar ocultos en la espesura cercana a la orilla. Seguro que no serían tan pacíficos como la mariposa, me dije, temblando. Asustada, caminé deprisa hacia lo que parecía el rumor de un torrente o un riachuelo entre las rocas. Era importante quedarse cerca de donde hubiera agua dulce para beber.
Mientras avanzaba por la linde del bosque, recuperé la continuación del párrafo de Defoe y lo recité para darme ánimos. Iba a necesitarlos para emprender mi siguiente objetivo.
«La única solución que se me ocurrió fue subirme a un árbol frondoso, parecido a un abeto pero con espinas, que se erguía cerca de mí y donde decidí pasar la noche, pensando en el tipo de muerte que me aguardaba al día siguiente, ya que no veía cómo iba a poder sobrevivir allí
Aquellas palabras, lejos de tranquilizarme, me sumieron en una profunda angustia. ¿Iba a ser aquel mi destino? ¿Morir sola en un lugar desconocido, sin poder despedirme de mis padres o de Tomás?

Rocío Carmona, Robinson Girl

PREMIO JAEN DE NARRATIVA JUVENIL 2013

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