lunes, 22 de octubre de 2018

SU ÚNICO TALENTO CONSISTÍA EN CONTAR HISTORIAS,


un talento agradable, es cierto, aunque marginal, ¡ay!, y sin mucho porvenir. No estábamos ya en la época de las Mil y Una Noches. En nuestras sociedades contemporáneas, sean socialistas o capitalistas, ser narrador ya no es, por desgracia, un oficio. El único hombre del mundo que apreció realmente su talento, hasta remunerarlo con generosidad, fue el jefe de nuestra aldea, el último de los aficionados a las hermosas historias orales.

La montaña del Fénix del Cielo estaba tan alejada de la civilización que la mayoría de la gente no había tenido la posibilidad de ver una película en toda su vida, y ni siquiera sabía qué era el cine. De vez en cuando, Luo y yo contábamos algunas películas al jefe, que babeaba por oír más. Cierto día, se informó de la fecha de proyección mensual en la ciudad de Yong Jing, y decidió enviarnos, a Luo y a mí. Dos días para ir, dos para volver. Teníamos que ver la película la misma noche de nuestra llegada a la ciudad. Una vez de regreso a la aldea, teníamos que contar al jefe y a todos los aldeanos la película entera, de la A a la Z, de acuerdo con la exacta duración de la sesión.

Aceptamos el desafío pero, por prudencia, asistimos a dos proyecciones consecutivas en el campo de deportes del instituto de la ciudad, provisionalmente transformado en cine al aire libre. Las muchachas de la población eran encantadoras, pero permanecimos esencialmente concentrados en la pantalla, atentos a cada diálogo, a los trajes de los actores, a sus menores gestos, a los decorados de cada escena e, incluso, a la música.

Al regresar a la aldea, tuvo lugar ante nuestra casa sobre pilotes una sesión de cine oral sin precedentes. Naturalmente, asistieron todos los aldeanos. El jefe estaba sentado en primera fila, en el centro, con la larga pipa de bambú en una mano y nuestro despertador del «fénix terrenal» en la otra, para comprobar la duración del relato. La emoción del estreno se apoderó de mí, me vi reducido a exponer mecánicamente el decorado de cada escena. Pero Luo demostró ser un narrador genial: contaba poco, pero representaba sucesivamente cada personaje, cambiando de voz y de gestos. Dirigía el relato, cuidaba el suspense, planteaba preguntas, hacía reaccionar al público y corregía las respuestas. Lo hizo todo. Cuando hubimos o, mejor dicho, cuando hubo terminado la sesión, justo en el tiempo estipulado, nuestro público, feliz, excitado, no se lo creía.

—El mes que viene —declaró el jefe con una sonrisa autoritaria— os mandaré a otra proyección. Seréis pagados como si trabajarais en los campos.

Al principio, aquello nos pareció un juego divertido; nunca hubiéramos imaginado que nuestra vida, la de Luo al menos, fuese a cambiar de tal forma.

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