sábado, 7 de noviembre de 2015

ME HA GUSTADO SIEMPRE QUE ME CONTARAN CUENTOS,

que me leyeran cuentos; me ha gustado leerme cuentos y leérselos a los demás. Me ha gustado conocer las leyendas populares, los prodigios del Flos Sanctorum y la gramática de las mitologías. Al principio se trataba de puro encantamiento, más tarde de reconocimiento a la belleza, de precipitarme en ella como en un manantial. En el principio era el Verbo y su magia: imágenes veloces brotando de una chistera; susurros atropellados y pausas sostenidas; la voz familiar que se disfrazaba de voces inquietantes. Las palabras eran estuches con múltiples significados o máscaras de una misteriosa sabiduría, pero yo solo era capaz de sentir el hechizo de su música recorriéndome de escalofríos o el poder de su plasticidad envolvente. El mundo pavoroso de las encrucijadas, los tres deseos por cumplir, las desobediencias, la virtud, el peligro, la ayuda, el destino inevitable y las pruebas vencidas, solo se traducían en mí como una deliciosa conmoción que por unos instantes me arrebataban de este mundo. Después, eran signos que se despegaban de las páginas para inundar la habitación de espanto o de maravilla, penetrando misteriosamente en mis sensaciones y cambiando el ritmo de mi corazón. Sus trazos se convertían en mundos, colores, emociones verdaderas como si en vez de letras alineadas fuesen laberintos cargados de insospechadas sorpresas. Pero no pasaban a ser estallidos de bengalas cuyo fulgor me impedía distinguir las lívidas cicatrices de la noche. Poco a poco, gracias a los cuentos, me fueron hablando las estrellas, reconocí las flores, leí las escenas de los cuadros y concilié los fragmentos de los símbolos. Solo más tarde comprendí que fueron mi primer contacto con la poesía. Todo este proceso de las operaciones del lenguaje en mí está explicado en los cuentos que vienen a continuación; especialmente el de «Más allá no hay monstruos». No se me ocurrió mejor manera de escribir una poética que contar una historia sobre la búsqueda del lenguaje poético en lenguaje poético. El lenguaje poético es el que más cosas puede decir y afecta a mayor número de experiencias: se enriquece con cada lectura, es como si cada par de ojos le tendiera una malla por donde seguir extendiéndose y manifestándose. Lo mismo que cuando alguien deja de creer en las hadas un hada cae muerta, cada vez que un cerebro discierne la aventura de un libro, se le concede a la vida del libro una nueva prórroga, porque ya tiene otro lugar donde vivir.

Los cuentos tradicionales eran para toda la comunidad. Se contaban alrededor de la lumbre y cada cual lo gozaba según su imaginación; se sabía que eran cuentos, esto es que no pertenecían al mundo real, pero nadie los ponía en duda porque transmitían una memoria auténtica, más allá de las convenciones del momento. Y lo mejor es que la misma historia guardaba para cada uno un secreto distinto. Por eso he empleado esta fórmula muchas veces: escribir como si me dirigiera a un público infantil cuando el receptor final es el adulto. Sirviéndome del lenguaje de los cuentos he podido reflejar distintas preocupaciones contemporáneas haciéndolas intemporales o poner de relieve las contradicciones que nos rigen sacándolas fuera de nuestro contexto. Esto ayuda a evitar el panfleto, el dogma, el escrito tendencioso; porque no hay una única historia que leer ni una única manera de leerla. Siguiendo el consejo de las parábolas, «el que tenga oídos que oiga y el que quiera entender que entienda». Y quien no pueda reflexionar, que sueñe al menos.

Ana Rossetti

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