Una joven llamada Maya soñó un gato, o el sueño del gato era una
joven llamada Maya. Ambos soñaron y el sueño fluyó goteante hacia los ríos por
donde navegan las historias. Allí lo vio un hombre, y enseguida encargó a un
pescador que lo atrapara porque le pareció que brillaba y tenía escamas
iridiscentes. Pero la red se rompió, pues el sueño nadaba vigorosamente, y
hombre y pescador pensaron que no podrían atraparlo. Pero el pescador, que
conocía los ardides de los sueños y que había soñado mucho él mismo, llamó a
una tortuga que acudió presurosa a la orilla. Hablándole cortésmente, le pidió
montar en su lomo, y la tortuga le permitió subir porque aquel sueño no le era
desconocido. Así que de esta manera se lanzaron en pos del sueño, como han
hecho todos los hombres antes que ellos y como harán todos los hombres después.
Porque aunque las grandes tortugas ya no se dejan montar como hicieron en un
tiempo, no se ha extinguido en los hombres la sed de sueños, y aún los persiguen
corriendo desde la orilla. Pero ya rara vez los alcanzan, y se contentan con
escuchar los cuentos que hace mucho tiempo fueron pescados y soñados, a veces
por un mirlo, a veces por un ratón, a veces por una joven, a veces por un gato.
Pero este sueño sí fue capturado y, como todos los sueños una vez
caen en las redes y son llevados a la orilla, se convirtió de inmediato en una
historia. Y el pescador y el hombre vieron que en el sueño había una joven
llamada Maya que soñaba con un gato, y también un gato que soñaba a una joven
llamada Maya. Y lo que vieron fue más tarde escrito y así quedó atrapado
definitivamente por las únicas redes capaces de retener los sueños. Y el sueño
de Maya, que fue luego pez y después historia, se convirtió finalmente en
cuento, conservado en ámbar por el embrujo de las palabras, tal y como ustedes
podrán ver a continuación.
Jesús Fernández Lozano, Reyes de Aire y Agua
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