lunes, 11 de febrero de 2019

TURBACIÓN


A media canción se oyó un golpe en la puerta de entrada del granero y Hannah volvió la cabeza con curiosidad. No era habitual que nadie se retrasara durante los servicios religiosos.

Dos figuras altas vestidas de negro avanzaban con pasos rápidos por el pasillo central que se formaba entre las dos hileras de bancos. La figura de la izquierda era la del mismo predicador Sweitzer. Hannah se extrañó al verlo entrar de aquella manera cuando ya debería estar ocupando su lugar en el púlpito hacía rato.

Poco antes de llegar a su altura se detuvo un instante y Hannah se dio cuenta con horror de que la persona que lo acompañaba y que ahora estaba ocupando un lugar en un banco, justo detrás de ella, no era otro que el inglés que la había fotografiado aquella mañana.

Cuando sus miradas se encontraron, Hannah volvió la cabeza hacia el frente con rapidez, disimulando su asombro. Las hileras de bancos estaban tan cerca las unas de las otras que pudo percibir perfectamente el olor del forastero, fresco y peligroso como una tormenta a punto de estallar. La congregación siguió cantando mientras ella trataba de que no se notara su turbación:

¡Cuida de mi corazón y de mi boca!

De repente, Hannah distinguió entre la multitud de voces conocidas una nueva, profunda y masculina, teñida de una vibración tan pura que la hizo estremecerse. Era un canto alegre que desprendía tal despreocupación y confianza en el mundo que tuvo que dejar de cantar, deseosa de perderse en aquel sonido inaudito. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras su corazón vibraba al ritmo de la cadencia de la melodía.

Hannah se volvió con disimulo y comprobó que se trataba del extranjero, que cantaba sin vacilaciones un salmo que a ella le había costado años aprender:

¡Sostenme con tu amor!
Algo de ese amor viaja ya conmigo.
El trago del sufrimiento se muestra ante nosotros
pero también lo hacen las falsas enseñanzas.
Son muchos los que tratan de apartarnos
de Cristo nuestro Señor.
Por eso, te entrego mi alma. No permitas que me avergüence.
No dejes que el enemigo se exalte gracias a mí.

El himno acabó y Hannah se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Jamás había oído a nadie entonar de aquel modo. Los cánticos de los amish eran lúgubres y extraños. La letra ni siquiera rimaba, pero en boca de aquel extranjero la música había cobrado otra dimensión. Su pronunciación era curiosa, pero aun así… Soltó todo el aire que acumulaba en los pulmones maravillada.

Rocío Carmona, El Corazón de Hannah

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