domingo, 17 de febrero de 2019

BELCEBÚ SARCASMO



El reloj de péndulo que había sobre la cornisa de la chimenea puso en marcha sus engranajes rechinando. Se trataba de una especie de reloj de cuco, pero su artístico mecanismo representaba un pulgar dolorido sobre el que descargaba sus golpes un martillo.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —gritó.

Así pues, eran las cinco.

De ordinario, Belcebú Sarcasmo, Consejero Secreto de Magia, se ponía francamente de buen humor cuando lo oía dar las horas. Pero aquella tarde de San Silvestre le echó una mirada más bien pesarosa. Le hizo un gesto de rechazo con un leve movimiento de la mano y se dejó envolver por el humo de su pipa. Con el ceño fruncido, se sumió en sus cavilaciones. Sabía que le esperaba algo muy desagradable y que le iba a llegar muy pronto, a medianoche lo más tarde, al cambiar el año.

El mago estaba sentado en una cómoda butaca de orejas, que un vampiro muy dotado para la artesanía había fabricado personalmente, cuatrocientos años antes, con tablas de ataúdes. Los cojines estaban confeccionados con pieles de ogro, que, por el paso del tiempo, claro está, se hallaban ya un poco raídas. Este mueble era una herencia familiar y Sarcasmo lo tenía en gran estima pese a que, por lo demás, era de ideas más bien progresistas y estaba al día, cuando menos en lo que se refería a su actividad profesional.

La pipa en que fumaba representaba una calavera cuyos ojos, de cristal verde, se encendían con cada chupada. Las nubecillas de humo formaban en el aire figuras extrañas de los más diversos tipos: cifras y fórmulas, serpientes enroscándose, murciélagos, pequeños fantasmas y, sobre todo, signos de interrogación.

Belcebú Sarcasmo suspiró profundamente, se levantó y comenzó a caminar en su laboratorio de un lado para otro. Le iban a pedir cuentas, de eso estaba seguro. Pero ¿con quién tendría que vérselas? ¿Y qué podía aducir en su defensa? Y, sobre todo, ¿aceptarían sus motivos?

Su alta y esquelética figura se hallaba cubierta con una bata plisada de seda verde cardenillo (este era el color preferido del Consejero Secreto de Magia). Su cabeza, pequeña y calva, parecía apergaminada, como una manzana rugosa. Sobre su nariz aguileña se asentaban unas gafas enormes de montura negra y con unos cristales, fulgurantes y gruesos como lupas, que agrandaban sus ojos de forma poco natural. Las orejas le colgaban de la cabeza como el asa del cubo. Tenía la boca tan estrecha como si se la hubieran abierto en la cara con una navaja de afeitar. En resumidas cuentas, no era precisamente el tipo en el que se puede confiar a primera vista. Pero eso no le preocupaba lo más mínimo a Sarcasmo. Nunca había sido un personaje muy sociable. Prefería no dejarse ver y actuar en secreto.

Michael Ende, El Ponche de los Deseos

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