jueves, 10 de enero de 2019

PERSIGUIENDO UN ELEMENTO


Cuando era niño, a principios de los años 80, tenía la costumbre de hablar con algo metido en la boca: comida, tubos de dentista, globos que salían volando... De todo. Y, aunque no hubiera nadie a mi alrededor, yo hablaba de todos modos. Esta manía me condujo a mi fascinación por la tabla periódica la primera vez que me dejaron a solas con un termómetro debajo de la lengua. Tuve faringitis un montón de veces durante 2.º y 3.º de Primaria, y me pasaba muchos días sintiendo dolor al tragar. No me importaba faltar a clase y automedicarme con helado de vainilla y sirope de chocolate. Además, estar enfermo siempre me concedía una nueva oportunidad para romper uno de esos anticuados termómetros de mercurio.

Recostado, con ese palito de cristal bajo la lengua, respondía en voz alta a una pregunta imaginaria y el termómetro se me caía de la boca y se hacía trizas sobre el suelo de madera. El mercurio líquido que contenía se desperdigaba en forma de bolitas metálicas. Al rato, mi madre se agachaba en el suelo, a pesar de su artrosis de cadera, y empezaba a recogerlas. Utilizando un mondadientes a modo de palo de hockey, empujaba esas esferas dúctiles entre sí hasta que casi se tocaban. De pronto, con un impulso final, una esfera engullía a la otra. Una única e impoluta bolita quedaba en el lugar donde antes había dos. Mi madre repetía este truco de magia a lo largo y ancho de la habitación, con una bolita grande que iba engullendo a las demás hasta que todas formaban un bloque compacto y plateado.

Una vez que había recopilado todos los trocitos de mercurio, mi madre sacaba el frasco de pastillas de plástico con la etiqueta verde que guardábamos en un estante de la cocina que estaba repleto de trastos, entre un osito de peluche con una caña de pescar y una taza azul de cerámica que conmemoraba una reunión familiar de 1985. Después de meter rodando la bolita en un sobre, añadía cuidadosamente los últimos restos de mercurio del termómetro al pegote del tamaño de una nuez que había dentro del frasco. A veces, antes de volver a guardar el frasco, mi madre vertía el mercurio en la tapa para que mis hermanos y yo admirásemos los movimientos de ese metal futurista, que no paraba de dividirse y volverse a fusionar.

Los alquimistas medievales, a pesar de su pasión por el oro, consideraban que el mercurio era la sustancia más poderosa y poética del universo. De pequeño, yo estaba de acuerdo con esa afirmación. Incluso habría estado dispuesto a creer, igual que ellos, que albergaba espíritus de otro mundo.
El mercurio actúa de esta manera, tal y como descubrí más tarde, porque es un elemento. Al contrario que el agua (H2O), o que el dióxido de carbono (CO2), o que casi cualquier otra cosa con la que te topas en tu día a día, no se puede separar el mercurio en unidades más pequeñas de una forma natural. De hecho, el mercurio es uno de los elementos más clasistas: sus átomos solo quieren estar en compañía de otros átomos de mercurio y reducen al mínimo el contacto con el mundo exterior al comprimirse en forma de esfera. La mayoría de los líquidos que derramé de pequeño no se comportaban así. El agua se extendía por todas partes, igual que el aceite, el vinagre y la gelatina derretida. El mercurio jamás dejaba ni una mota. Mis padres siempre me decían que me calzara cada vez que se me caía un termómetro, para que no me clavara esas invisibles esquirlas de cristal. Pero no recuerdo que me alertaran sobre el mercurio desperdigado.

Durante mucho tiempo seguí la pista del elemento 80 en la escuela y en los libros, tal y como se haría con el nombre de algún amigo de la infancia en el periódico. Provengo de las Grandes Llanuras (Dakota del Sur) y en clase de Historia me hablaron de los famosos exploradores Lewis y Clark, de su expedición a través de Dakota del Sur y por el resto del Territorio de Luisiana. Lo que no sabía en un principio fue que Lewis y Clark llevaban consigo seiscientos laxantes de mercurio, cada uno de ellos cuatro veces más grande que una aspirina corriente. Estos laxantes eran conocidos como las Píldoras Biliosas del Dr. Rush, en honor a Benjamin Rush, uno de los firmantes de la Declaración de Independencia y héroe de la medicina por haber tenido la valentía de quedarse en Filadelfia durante una epidemia de fiebre amarilla en 1793. Su tratamiento favorito, para toda clase de dolencias, era un mejunje a base de cloruro de mercurio que administraba a la gente por la fuerza, a menudo hasta que se les caían el pelo y los dientes. (¡Menos mal que la medicina ha avanzado mucho hoy en día!). ¿Y cómo sabemos que Lewis y Clark lo tomaron? Con los extraños alimentos y el agua de dudosa calidad que se encontraron durante su travesía, siempre había algún miembro de su equipo que se sentía indispuesto y, hasta el día de hoy, aún se encuentran depósitos de mercurio en muchos lugares donde los exploradores excavaron una letrina, quizá después de que una de las «pastillas atronadoras» del Dr. Rush funcionara un poco mejor de la cuenta.

El mercurio acabó apareciendo en la clase de Ciencias. Cuando nos enseñaron por primera vez el batiburrillo de la tabla periódica, la registré en busca del mercurio y no conseguí encontrarlo. Está incluido, claro: entre el oro, que también es denso y maleable, y el talio, que también es venenoso. Pero el símbolo del mercurio, Hg, está compuesto por dos letras que ni siquiera forman parte de su nombre. Resolver ese misterio —procede de hydrargyrum, que en latín significa «agua plateada»— me ayudó a comprender hasta qué punto la tabla periódica estaba influida por las lenguas antiguas y la mitología, algo que aún puede percibirse en los nombres latinos que utilizan los científicos cuando crean nuevos elementos superpesados que se añaden a la última fila.

También encontré el mercurio en clase de Literatura. Antaño, los fabricantes de sombreros utilizaban una solución anaranjada y brillante de mercurio para separar el pelo del pellejo, y los sombrereros que se pasaban el día trabajando entre esas cubetas humeantes acababan perdiendo el pelo y el juicio, como el sombrerero loco de Alicia en el País de las Maravillas. Finalmente, me di cuenta de lo venenoso que es el mercurio. Eso explicaba por qué las Píldoras Biliosas del Dr. Rush purgaban tan bien los intestinos: el cuerpo tiende a desprenderse de cualquier tipo de veneno, incluido el mercurio. Y, por tóxico que pueda resultar ingerir este elemento, sus vapores tienen un efecto incluso peor. Deshilachan los «cables» del sistema nervioso central y provocan agujeros en el cerebro, al igual que hace la enfermedad de Alzheimer en su fase avanzada.

Pero cuantas más cosas aprendía sobre los peligros del mercurio, más me atraía su belleza destructiva. Era un poco como con ese poema de William Blake que dice: «Tigre, tigre, fuego que ardes». Con el paso de los años, mis padres redecoraron su cocina y quitaron el estante donde estaban el osito de peluche y la taza, pero guardaron todos esos trastos en una caja de cartón. Durante una reciente visita, encontré el frasco de la etiqueta verde y lo abrí. Al inclinarlo de un lado a otro, pude notar cómo el peso se deslizaba en círculos por su interior. Cuando miré dentro, me llamaron la atención los trocitos diminutos que se habían desparramado hacia los lados del conjunto principal. Allí estaban, centelleando, como gotitas de agua tan perfectas que solo parece posible encontrarlas en las fantasías. Durante toda mi infancia, asocié el mercurio derramado con la fiebre. Aquella vez, consciente de la pasmosa simetría de esas pequeñas esferas, sentí un escalofrío.

A partir de ese único elemento, aprendí historia, etimología, alquimia, mitología, literatura, psicología y toxicología forense. Y aquellas no fueron las únicas historias relacionadas con elementos que recopilé, sobre todo después de que me metiera a estudiar Ciencias en la universidad y conociera a unos cuantos profesores que tuvieron a bien dejar a un lado sus investigaciones para charlar un rato de ciencia conmigo.

Mientras estudiaba Física con la esperanza de poder escapar del laboratorio para escribir, me sentía fatal entre esos científicos jóvenes, serios y con talento que iban a mi clase, que se apasionaban con los experimentos de ensayo y error de una manera que yo nunca podría. Soporté cinco gélidos años en Minnesota y acabé con un diploma de honor en Física, pero, a pesar de haber pasado cientos de horas en un laboratorio, memorizando miles de ecuaciones y trazando decenas de miles de diagramas de poleas y planos inclinados sin fricción, lo más instructivo para mí fueron las historias que me contaron mis profesores. Historias sobre Gandhi, Godzilla y científicos que creían haber perdido la chaveta. Sobre arrojar bloques de sodio explosivo a los ríos para matar a los peces. Sobre personas que se asfixiaban, sin sufrir apenas durante el proceso, con gas nitrógeno en las estaciones espaciales. Sobre un antiguo profesor de mi facultad que experimentó con un marcapasos accionado por plutonio ¡dentro de su propio pecho!, acelerando y reduciendo su ritmo en función de su proximidad a unas bobinas magnéticas gigantescas.

Me quedé fascinado por esas historias, y recientemente, mientras pensaba en el mercurio durante el desayuno, me di cuenta de que detrás de cada elemento de la tabla periódica hay una historia curiosa, extraña o escalofriante. Al mismo tiempo, esa tabla es uno de los grandes logros intelectuales de la humanidad. Es tanto un logro científico como un libro de cuentos, así que decidí escribir este libro para desprender todas sus capas una por una, como las transparencias de los libros de anatomía que cuentan la misma historia en distintos niveles. En el más básico, la tabla periódica es un catálogo de todos los tipos de materia que hay en nuestro universo, los ciento y pico elementos cuyas marcadas personalidades dan origen a todo lo que vemos y tocamos. La forma de la tabla también nos aporta indicios científicos acerca de cómo esas personalidades se entremezclan en sociedad. A un nivel ligeramente más complicado, la tabla periódica codifica multitud de información forense sobre la procedencia de toda clase de átomos y sobre qué átomos pueden fragmentarse o mutar para dar lugar a otros nuevos. Estos átomos también se combinan de manera natural para formar sistemas dinámicos, como los seres vivos, y la tabla periódica predice cómo se desarrolla ese proceso. Incluso predice qué conjuntos de elementos nocivos pueden afectar o destruir a los seres vivos.

La tabla periódica es, por último, un hito antropológico, un instrumento creado por el hombre que refleja todos los matices del ser humano —su ingenio, sus bondades y también sus cosas malas— y la manera que tenemos de interactuar con el mundo físico. Es la historia de nuestra especie, recopilada de una manera concisa y elegante. Merece un estudio en cada uno de esos niveles, empezando por el más elemental para después ir aumentando progresivamente la complejidad. Además de entretenernos, las historias de la tabla periódica nos proporcionan una forma de entenderla que no se encuentra en los libros de texto ni en los manuales de laboratorio. Respiramos y nos alimentamos de la tabla periódica; la gente apuesta y pierde enormes sumas de dinero en función de ella; los filósofos la utilizan para sondear el significado de la ciencia; envenena a la gente; desata guerras. Entre el hidrógeno, que se encuentra en la esquina superior izquierda, y los insólitos elementos sintetizados por el ser humano, que merodean por los últimos puestos de la lista, puedes encontrar burbujas, bombas, toxinas, dinero, alquimia, políticas mezquinas, historia, crimen y amor. E incluso un poco de ciencia.

Sam Kean, La Cuchara Menguante

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