lunes, 21 de enero de 2019

YO, MEDEA,


la hija del Sol, confieso y declaro a la comunidad de los dioses y a la turba de los humanos que siempre quise ser una mujer normal, quiero decir, una mujer mortal. En esto, y sólo en esto, me reconozco igual a Blancaflor, la hija del Diablo, que también forcejeó con el Destino para impedir que todo su sufrimiento la devolviera al Castillo de Irás y no Volverás, donde moran las sombras sempiternas, en sempiterna monotonía.

En todo lo demás nos separamos, a pesar de las apariencias que tienden a crear semejanzas entre nosotras. Baste decir que sus artes mágicas son naturales, que no está consagrada a ningún dios, sino a los caprichos de su padre terrible. Y hasta es dudoso, como de él, que posea verdaderamente un cuerpo, dada la facilidad con que se torna en esto o aquello, ya sea animal o cosa.

De mí añadiré, por ahora, que soy en todo digna hija del Sol, aunque he de aclarar enseguida que el verdadero hijo suyo es mi padre, el rey Eetes. Pero es que la dependencia respecto a Aquel que todo lo ilumina y lo calienta es de tal intensidad entre sus descendientes, que cualquiera de ellos puede, y aun debe, reclamarse hijo suyo. Así yo, sin falsedad alguna, proclamo que soy Medea, hija del Sol, y que de él procede tanto el dorado resplandor de mis cabellos, como un centelleo estelar que hay a veces en mis ojos, sobre el glauco marino que es su color. Y no lo digo por vanidad, sino porque gracias a esa cualidad extraña lo reconocí de inmediato, a él, al bellísimo Jasón, como al héroe que me estaba destinado. Pues la primera vez que entró en mis pupilas, con su capa de púrpura, fue como Sirio saliendo del océano. Tan fácilmente se acomodó a mi mirada, quiero decir, que no tuve que acudir a ninguna de mis artes sagradas para cerciorarme; ni abrirle las entrañas a ningún carnero, ni estudiar el vuelo de las gaviotas sobre el horizonte de aquel atardecer, en que el mundo renació para mí. Con sólo el dardo de Cupido lo entendí para siempre. Él inflamó mi pecho y envenenó mi razón de tal manera que hasta hoy, después de tanto tiempo y de tantas calamidades, no dejo de sentir, cada vez que me descuido, la misma turbación repentina y embriagadora, como si acabara de conocerlo.

Antonio R. Almodovar, El Bosque de los Sueños

PREMIO NACIONAL DE LITERATURA JUVENIL 2005

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