lunes, 11 de diciembre de 2017

CUENTOS PARA NIÑOS MORBOSOS


Hay adjetivos que van y vienen, que se ponen de moda y que de pronto están en boca de todo el mundo y hay que ir buscando otros de repuesto. Es lo que le ha pasado a “viejuno”, por ejemplo, que ha habido que volver al socorrido “rancio” de toda la vida, porque viejuno se estaba quedando viejuno en tiempo récord. Estos días pasados me vino a la boca un adjetivo que estuvo muy en boga en mi adolescencia. Hablo de “morboso”. Hablar de algo o de alguien que tenía “morbo” era sumarle cien puntos a su supuesto atractivo. No se ha desterrado su uso, lo sé, pero ya no tiene el componente tan gustoso de lo secreto que al menos yo tanto saboreé. Porque hay palabras que al pronunciarlas se convierten en indefinidas promesas de felicidad. Las chicas señalábamos a los que tenían morbo, y secretamente nos gustaba que alguien pudiera pensar que nosotras lo desprendíamos. Advierto que este adjetivo está atravesando un momento crítico porque hay un espíritu censor en torno a todo lo referido al sexo que convierte en inmoral lo que en tiempos se llamó “lo prohibido”, otra palabra que amaba mi calenturienta mente juvenil.

Pienso que fui morbosa desde niña y que podría escribir, si es que un día me pongo a trabajar, “Las memorias de una niña morbosa”. Aunque el título incluyera la palabra “niña” habría una faja con una advertencia como la del tabaco: “Prohibido para niños. Leer mata”. A ver si con este reclamo fomentamos la lectura y espantamos a los lectores de piel fina. Queda mucho en mí de aquella niña morbosa. De alguna manera, los cuentos que nos contaban mis tías eran toda una preparación preescolar al morbo. Eran cuentos de hambre y frío, poblados de hijos de puta que se quieren comer a los niños, de madrastras asesinas, padres avaros, enanos que raptan criaturas, hermanastras envidiosas y tipos que al anochecer meten a los niños desobedientes en un saco. Lo increíble es que aunque esos cuentos habían sido inventados para advertir a los inocentes de los peligros que les acechan, a la luz del día los miedos que nos provocaban estas narraciones desaparecían, y volvíamos, morbosos, a pedir más de lo mismo, descubriendo de manera inconsciente que la ficción nos proporcionaba sensaciones negativas y a la vez atractivas.

No es extraño entonces que los Reyes me regalaran, previo pago de su importe, un libro que llevaba esperando hace tiempo: Pentamerón. El cuento de los cuentos, una recopilación de historias populares que el poeta italiano Giambattista Basile recogió en el siglo XVII en el dialecto napolitano. Fue la primera gran antología de narrativa oral y la base en la que se inspiraron los hermanos Grimm. La faja de este libro extraordinario debería advertir: “No apto para los que se asustan con Blancanieves”, porque lo cierto es que las versiones más antiguas de Hansel y Gretel, Cenicienta, Caperucita o la Bella Durmiente son mucho más crudas que las adaptaciones de los hermanos alemanes, que convirtieron en cuentos infantiles lo que eran en muchos casos piezas cómicas para adultos. Si uno es morboso, no lo dude, este es su libro. Podrá asistir a una narración burra, escatológica, descarnada de la Bella Durmiente en la que se cuenta cómo el padre de la Bella, creyéndola muerta, la mete en una urna de cristal. Un caballero encuentra a aquella preciosidad que, a pesar de estar muerta no ha perdido lustre, y yace sobre ella. Sobre ella, he dicho. La consecuencia de ese yacer viene a los nueve meses en forma de dos preciosas criaturas. Los bebés a punto están de morirse de hambre, pero aparece un hada, y despierta a la durmiente, que les da el pecho. La madrastra lo descubre y, temerosa de que la Bella y sus criaturas le arrebaten el cariño de su marido, entrega a las criaturas al matarife y le pide que se los sirva cocinados al padre. El cocinero siente compasión por las criaturas, las oculta, y cocina dos cochinos en su lugar. El padre se relame comiéndose las dos presas. La madrastra se cree por fin librada de aquellos que pueden disputarle dinero y cariño, pero como es lógico obtendrá su castigo: el matarife confesará que tiene a las criaturas y el caballero que yació sobre la Bella (¿violación de una muerta?) aparecerá de nuevo para casarse con esa mujer que tan feliz le hizo mientras la poseía (dormida). Este es sólo un ejemplo, porque Caperucita también se las trae. En el fondo, lo que busca el lobo (un ogro) cuando mata a la abuelita es meterse en la cama con la nieta.

No son, lógicamente, cuentos para niños, pero los que fuimos pequeñas criaturas amantes del miedo, encontramos en estos escabrosos relatos con toques de humor algo de aquellas viejas sensaciones turbulentas. A mí me produce un efecto curativo: cuando salgo de la noche eterna de estos personajes, miro el mundo, y en vez de parecerme amenazante, se me antoja lleno de gente estupenda.

Elvira Lindo

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