domingo, 15 de agosto de 2021

THÉODEN ATACA EN EL ABISMO DE HELM

 


-Me muero de impaciencia en esta prisión -dijo Théoden-. Si hubiera podido empuñar una lanza, cabalgando al frente de mis hombres, habría sentido quizás otra vez la alegría del combate, terminando así mis días. Pero de poco sirvo estando aquí.

-Aquí al menos estáis protegido por la fortaleza más inexpugnable de la Marca –dijo Aragorn-. Más esperanzas tenemos de defendemos aquí en Cuernavilla que en Edoras y aun allá arriba en las montañas de El Sagrario.

-Dicen que Cuernavilla no ha caído nunca bajo ningún ataque -dijo Théoden-; pero esta vez mi corazón teme. El mundo cambia y todo aquello que alguna vez parecía invencible hoy es inseguro. ¿Cómo podrá una torre resistir a fuerzas tan numerosas y a un odio tan implacable? De haber sabido que las huestes de Isengard eran tan poderosas, quizá no hubiera tenido la temeridad de salirles al encuentro, pese a todos los artificios de Gandalf. El consejo no parece ahora tan bueno como al sol de la mañana.

-No juzguéis el consejo de Gandalf, señor, hasta que todo haya terminado –dijo Aragorn.

-El fin no está lejano -dijo el rey-. Pero yo no acabaré aquí mis días, capturado como un viejo tejón en una trampa. Crinblanca y Hasufel y los caballos de mi guardia están aquí, en el patio interior. Cuando amanezca, haré sonar el cuerno de Helm, y partiré. ¿Cabalgarás conmigo, tú, hijo de Arathorn? Quizá nos abramos paso, o tengamos un fin digno de una canción... si queda alguien para cantar nuestras hazañas.

-Cabalgaré con vos -dijo Aragorn.

Despidiéndose, volvió a los muros, y fue de un lado a otro reanimando a los hombres yprestando ayuda allí donde la lucha era violenta. Legolas iba con él. Allá abajo estallaban fuegos que conmovían las piedras. El enemigo seguía arrojando ganchos y tendiendo escalas. Una y otra vez los orcos llegaban a lo alto del muro exterior y otra vez eran derribados por los defensores.

Por fin llegó Aragorn a lo alto de la arcada que coronaba las grandes puertas, indiferente a los dardos del enemigo. Mirando adelante, vio que el cielo palidecía en el este. Alzó entonces la mano vacía, mostrando la palma, para indicar que deseaba parlamentar.

Los orcos vociferaban y se burlaban.

-¡Baja! ¡Baja! - le gritaban-. Si quieres hablar con nosotros, ¡baja! ¡Tráenos a tu rey! Somos los guerreros Uruk-hai. Si no viene, iremo s a sacarlo de su guarida. ¡Tráenos al cobardón de tu rey!

-El rey saldrá o no, según sea su voluntad -dijo Aragorn.

-Entonces ¿qué haces tú aquí? - le dijeron-. ¿Qué miras? ¿Quieres ver la grandeza de nuestro ejército? Somos los guerreros Uruk-hai.

-He salido a mirar el alba -dijo Aragorn.

-¿Qué tiene que ver el alba? -se mofaron los orcos-. Somos los Uruk-hai; no dejamos la pelea ni de noche ni de día, ni cuando brilla el sol o ruge la tormenta. Venimos a matar, a la luz del sol o de la luna. ¿Qué tiene que ver el alba?

-Nadie sabe qué habrá de traer el nuevo día -dijo. Aragorn-. Alejaos antes de que se vuelva contra vosotros.

-Baja o te abatiremos - gritaron-. Esto no es un parlamento. No tienes nada que decir.

-Todavía tengo esto que decir -respondió Aragorn-. Nunca un enemigo ha tomado Cuernavilla. Partid, de lo contrario ninguno de vosotros se salvará. Ninguno quedará con vida para llevarlas noticias al Norte. No sabéis qué peligro os amenaza.

Era tal la fuerza y la majestad que irradiaba Aragorn allí de pie, a solas, en lo alto de las puertas destruidas, ante el ejército de sus enemigos, que muchos de los montañeses salvajes vacilaron y miraron por encima del hombro hacia el valle y otros echaron miradas indecisas al cielo. Pero los orcos se reían estrepitosamente; y una salva de dardos y flechas silbó por encima del muro, en el momento en que Aragorn bajaba de un salto.

Hubo un rugido y una intensa llamarada. La bóveda de la puerta en la que había estado encaramado se derrumbó convertida en polvo y humo. La barricada se desperdigó como herida por el rayo. Aragorn corrió a la torre del rey.

Pero en el momento mismo en que la puerta se desmoronaba y los orcos aullaban alrededor preparándose a atacar, un murmullo se elevó detrás de ellos, como un viento en la distancia, y creció hasta convertirse en un clamor de muchas voces que anunciaban extrañas nuevas en el amanecer. Los orcos, oyendo desde el Peñón aquel rumor doliente, vacilaron y miraron atrás. Y entonces, súbito y terrible, el gran cuerno de Helm resonó en lo alto de la torre.

Todos los que oyeron el ruido se estremecieron. Muchos orcos se arrojaron al suelo boca abajo, tapándose las orejas con las garras. Y desde el fondo del Abismo retumbaron los ecos, como si en cada acantilado y en cada colina un poderoso heraldo soplara una trompeta vibrante. Pero los hombres apostados en los muros levantaron la cabeza y escucharon asombrados: aquellos ecos no morían. Sin cesar resonaban los cuernos de colina en colina; ahora más cercanos y potentes, respondiéndose unos a otros, feroces y libres.

-¡Helm! ¡Helm! - gritaron los caballeros-. ¡Helm ha despertado y retorna a la guerra! ¡Helm ayuda al Rey Théoden!

En medio de este clamor, apareció el rey. Montaba un caballo blanco como la nieve; de oro era el escudo y larga la lanza. A su diestra iba Aragorn, el heredero de Elendil, y tras él cabalgaban los señores de la Casa de Eorl el joven. La luz se hizo en el cielo. Partió la noche.

-¡Adelante, Eorlingas!

Con un grito y un gran estrépito se lanzaron al ataque. Rugientes y veloces salían por los portales, cubrían la explanada y arrasaban a las huestes de Isengard como un viento entre las hierbas. Tras ellos llegaban desde el Abismo los gritos roncos de los hombres que irrumpían de las cavernas persiguiendo a los enemigos. Todos los hombres que habían quedado en el Peñón se volcaron como un torrente sobre el valle. Y la voz potente de los cuernos seguía retumbando en las colinas.

Avanzaban galopando sin trabas, el rey y sus caballeros. Capitanes y soldados caían o huían delante de la tropa. Ni los orcos, ni los hombres podían resistir el ataque. Corrían, de cara al valle y de espaldas a las espadas y las lanzas de los jinetes. Gritaban y gemían, pues la luz del amanecer había traído pánico y desconcierto.

Así partió el Rey Théoden de la Puerta de Helm y así se abrió paso hacia la empalizada. Allí la compañía se detuvo. La luz crecía alrededor. Los rayos del sol encendían las colinas orientales y centelleaban en las lanzas. Los jinetes, inmóviles y silenciosos, contemplaron largamente el Valle del Bajo.

El paisaje había cambiado. Donde antes se extendiera un valle verde, cuyas laderas herbosas trepaban por las colinas cada vez más altas, ahora había un bosque. Hileras e hileras de grandes árboles, desnudos y silenciosos, de ramaje enmarañado y cabezas blanquecinas; las raíces nudosas se perdían entre las altas hierbas verdes. Bajo la fronda todo era oscuridad. Un trecho de no más de un cuarto de milla separaba a la empalizada del linde de aquel bosque. Allí se escondían ahora las arrogantes huestes de Saruman, aterrorizadas por el rey tanto como por los árboles. Como un torrente habían bajado desde la Puerta de Helm hasta que ni uno solo quedó más arriba de la empalizada; pero allá abajo se amontonaban como un hervidero de moscas. Reptaban y se aferraban a las paredes del valle tratando en vano de escapar. Al este la ladera era demasiado escarpada y pedregosa; a la izquierda, desde el oeste., avanzaba hacia ellos el destino inexorable.

De improviso, en una cima apareció un jinete vestido de blanco y resplandeciente al sol del amanecer. Más abajo, en las colinas, sonaron los cuernos. Tras el jinete un millar de hombres a pie, espada en mano, bajaba de prisa las largas pendientes. Un hombre recio y de elevada estatura marchaba entre ellos. Llevaba un escudo rojo. Cuando llegó a la orilla del valle se llevó a los labios un gran cuerno negro y sopló con todas sus fuerzas.

-¡Erkenbrand! -gritaron los caballeros-. ¡Erkenbrand! ¡Contemplad al Caballero Blanco! -gritó Aragorn Gandalf ha vuelto!

-¡Mithrandir, Mithrandir! -dijo Legolas-. ¡Esto es magia pura! ¡Venid! Quisiera ver este bosque, antes que cambie el sortilegio.

Las huestes de Isengard aullaron, yendo de un lado a otro, pasando de un miedo a otro. Nuevamente sonó el cuerno de la torre. Y la compañía del rey se lanzó a la carga a través del foso de la empalizada. Y desde las colinas bajaba, saltando, Erkenbrand, señor del Folde Oeste. Y también bajaba Sombragris, brincando como un ciervo que corretea sin miedo por las montarías. Allá estaba el Caballero Blanco y el terror de esta aparición enloqueció al enemigo. Los salvajes montañeses caían de bruces. Los orcos se tambaleaban y gritaban y arrojaban al suelo las espadas y las lanzas. Huían como un humo negro arrastrado por un vendaval. Pasaron, gimiendo, bajo la acechante sombra de los árboles; y de esa sombra ninguno volvió a salir.

J R R Tolkien, Las dos torres

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