sábado, 7 de agosto de 2021

JANE AUSTEN

 


es la escritora que mejor conozco, la que he estudiado con mayor profundidad, cuya obra he leído en más ocasiones y con más calma; la siguen muy de cerca las hermanas Brontë y Shakespeare, Teresa de Ávila, Mary Shelley y Rosalía de Castro. He escrito y hablado sobre la generación de las Sin Sombrero, Virginia Woolf, Carolina Coronado, Sylvia Plath, Cervantes, sobre autores muy conocidos y otros menos populares, he convertido en una causa y una pasión personal la divulgación entre lectores, y en ocasiones entre oyentes o espectadores, de los nombres y la obra de aquellos que escribieron antes que yo y cuyas palabras no deben ser olvidadas, y me ha resultado una labor particularmente querida cuando hablaba de escritoras. Todo ello comenzó con Jane Austen.

Leí por primera vez una de sus obras, Orgullo y prejuicio, cuando era una adolescente. Me gustó mucho, como me atraían en aquellos momentos las obras de factura perfecta, aquellas en las que comenzaba a vislumbrar un juego con el lector, una labor del escritor como un maestro de ceremonias, pero me faltaban años para apreciar aún su grandeza. Por el contrario, Cumbres borrascosas, con sus excesos innombrables y sus personajes predestinados, se convirtió, sin duda, en un libro de cabecera.

Sería en 1994 cuando estudié en la Universidad de Deusto Sentido y sensibilidad, incluida en nuestra asignatura de Literatura del siglo XIX. Me cupo la suerte hasta entonces de no haber visto ninguna adaptación cinematográfica; me encontraba en uno de esos pocos hiatos de las versiones sobre las novelas de su autora: la libre adaptación de Emma titulada Clueless no llegó hasta 1995. La versión de Sentido y sensibilidad de Ang Lee y Emma Thompson, un año más tarde. No conocería la serie de Orgullo y prejuicio con Colin Firth y Jennifer Ehle hasta 2001, aunque había sido grabada también en 1995. Eso consiguió que en mi imaginación los personajes se mantengan aún ahora como yo los imaginé, y no modelados por el rostro o la figura de un actor.

De nuevo, esa lectura más reposada y acompañada de Jane Austen me encantó; esa armonía que adivinaba en ella se me reveló, tras el análisis literario, como algo muy poco casual, como una combinación de la capacidad psicológica de la autora, su habilidad para la narración y una gracia muy especial, una mirada gamberra y al mismo tiempo delicada. Aún conservo, subrayada entre mis apuntes, la famosa respuesta que le dio al bibliotecario del regente cuando le sugirió, como antes o después alguien nos ha hecho a todos los autores que he conocido, el tema perfecto para su próxima novela:

Es usted muy muy amable con sus sugerencias respecto al tipo de textos con los que me recomienda continuar, pero […] no podría sentarme a escribir una novela seria salvo que fuera para salvar la vida […] y, aun así, me temo que me ahorcarían antes de finalizar el primer capítulo. No, debo mantener mi propio estilo y continuar por mi propio camino. Y aunque puede que con ello no vuelva a tener éxito jamás, estoy segura de que fracasaría totalmente si hiciera cualquier otra cosa.

Infinidad de veces he recordado esas frases, la única respuesta posible en un caso así: «Haré lo que me parezca. Es mi única libertad, la mantendré a cualquier precio».

Durante los años siguientes leí las obras restantes de Jane Austen, publiqué mis primeras novelas e impartí mis primeras clases de creación literaria, en muchos casos a alumnos mayores que yo a los que intentaba explicar, como aún ahora hago, la necesidad de conciliar las ideas y la estructura; y en todas ellas, antes o después, aparecía Jane, como asomaba también mencionada entre mis influencias más importantes. La sutilidad de planos de su lenguaje, la originalidad de diálogos y el estudio del comportamiento, la disección de todo un momento en la historia a través de unas cuantas pinceladas y la capacidad para, con ellas, describir emociones y sentimientos universales la convirtieron rápidamente en una de mis autoras preferidas.

Espido Freire, Tras los pasos de Jane Austen

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