lunes, 23 de agosto de 2021

LA NAVE DE LOS ALBATROS

 


Nuria nunca tuvo padre pero, de vez en cuando, el mar le traía a un hombre que le ordenaba cerrar la boca al comer. Era un individuo enorme y baladrón, de perenne mirada furibunda, que malvendía sus apegos fuera de casa y repartía a su familia una calderilla afectiva con la que creía cumplir, como quien guarda las sobras de la comida para los gatos del callejón. Aquel hombre rudo y vocinglero parecía provenir del corazón mismo del mar, pues acarreaba un tufo a salitre y carnaza que vencía al jabón, un hedor a machos apretados en camarotes mínimos, a naufragio antiguo y pescadería sucia que, cuando el mar volvía a llevárselo, quedaba flotando en la casa, agarrado a las paredes como el olor del vómito.

Por las noches, cuando aquel hombre ya llevaba dos o tres días con ellos, Nuria se arrodillaba ante los pies de la cama, fijaba una mirada solemne en el crucifijo que colgaba sobre la cabecera, y pedía al mar que se lo tragara para siempre, que desistiera de escupirlo de nuevo a la orilla, que mejor soportar las burlas en el colegio por no tener padre que vivir aquellos periodos de temor en los que debía conducirse sin hacer ruido, estar siempre dispuesta para irle a por tabaco y no poner los codos en la mesa. Pero sus ruegos no eran escuchados. Acaso le pareció que sus insistentes súplicas enfadaron al Señor, pues un día su padre regresó pálido y endeble, dispuesto a quedarse para siempre en tierra sin que a nadie explicara sus motivos, como si el mar le hubiese herido con un desplante de enamorada, contra el que no le quedara más remedio que hundirse en la poza de un silencio contrariado.

A partir de ese día la vida en la casa cambió por completo. Hasta entonces Nuria había llevado una existencia tranquila, incluso feliz, apenas perturbada por las burlas de sus compañeras de colegio, que ya por esa época comenzaban a reciclarse en bromas sin malicia motivadas por la envidia, pues con el despuntar tierno de la adolescencia la ausencia de padre se reveló más una ventaja que una tara. En comparación con las otras muchachas de su clase, Nuria gozaba de una libertad inaudita para su edad. Sus días eran orquestados únicamente por la batuta ecuánime de su madre, con quien desde pequeña mantenía una complicidad de aliados. La intermitencia paterna, sin llegar a abolir del todo la jerarquía propia de sus edades, había forjado entre ellas una camaradería insólita, no exenta de un romanticismo trasnochado, como de mujeres que deben sacar adelante la hacienda mientras el hombre combate en el frente. A su madre no dejaba de sorprenderla la admirable sensatez con la que Nuria se conducía en la vida. Nunca olvidaría, por ejemplo, la serenidad con que la informó de su primera menstruación, sin la menor sombra de ese pánico que la había sobrecogido a ella al despertar manchada en lo más íntimo con un rastro de moras. Fue esa prudencia tan infrecuente en una niña de trece años, la que hizo que Nuria nunca tuviese que privarse de ninguno de los muchos eventos que jalonan los albores de la adolescencia. Todo eso cambió, sin embargo, con la llegada definitiva de su padre.

Tomás Vallejo convirtió en trono el sillón junto al televisor, y allí se instaló con aquel mutismo torvo de volcán amansado que lo convertía en un intruso inquietante, en una deidad marina que solo emergía del silencio para emitir sus implacables designios. Dado al compadreo, no le resultó difícil buscarse los dineros trapicheando en la lonja. Adquirió una furgoneta destartalada, y enseguida se hizo con una pequeña cartera de clientes, que fue creciendo a medida que su buen tino para seleccionar el pescado de calidad se hacía célebre. Nunca mostró el menor interés, sin embargo, por fortalecer la envergadura de su negocio, ni siquiera reemplazó la ruinosa furgoneta. Le bastaba con conseguir el dinero justo para que los suyos vivieran con dignidad. Solía levantarse cuando el cielo mostraba las primeras puñaladas de luz y, antes de que la ciudad rasgara la húmeda muselina del sueño, él ya estaba de vuelta con la jornada resuelta, sentado ante el televisor, despidiendo una tufarada de colonia de bote y recovecos de océano, dispuesto a gobernar con mano de tirano el destino de su familia.

En poco tiempo, el salón se transformó para Nuria en un ámbito impracticable; atravesar esa estancia significaba quedar expuesta a las caprichosas órdenes de su padre, cuando no a la inquietante fijeza de su mirada, que parecía estudiarla con una atención de entomólogo. Nuria se resignó a moverse por la casa con andares de fantasma, a hablar con su madre mediante murmullos y a atrincherarse en la angostura de su dormitorio, un cubículo al que solo llegaba la melancólica claridad que se despeñaba por el patio interior, pero el único lugar del que no la reclamaba su padre. Derramó muchas lágrimas tratando de entender los motivos por los que de repente se había visto privada de toda la libertad de la que disfrutaba. Su padre parecía haber vuelto de la mar con el firme propósito de enterrarla en vida, pues solo le permitía salir de la casa para asistir al colegio, y aun así era él quien la llevaba y recogía en la mísera furgoneta, como si se tratara de un encargo que no necesitaba conservarse en hielo. Cualquier otra actividad, por inocente que fuera, le era prohibida con una tajante sacudida de cabeza ante la que tampoco su madre podía protestar, pues a Tomás Vallejo le bastaba con amagar el gesto de una bofetada para acallarla. Durante un tiempo, Nuria confió en que ella al fin alzara la voz en su defensa, y no cesó de requerirle ayuda con las mismas miradas cómplices del pasado, pero dejó de hacerlo cuando tropezó, buscando no recordaba qué en la mesilla de su madre, con un tarrito de cápsulas azules, de esas que ayudan a dormir sin tormentos, y comprendió de golpe que estaba pidiendo auxilio a alguien que lo necesitaba más que ella. La vida se convirtió entonces para Nuria en una trabazón de tardes idénticas en la celda de su cuarto. Allí, rodeada de una cohorte de muñecas de trapo con las que ya no le apetecía jugar, se entretenía viendo llegar a la mujer que llevaba dentro en la luna del armario, o imaginándose que se fugaba para siempre a través del patio, mediante las gruesas venas de las tuberías, hasta que el odio hacia su padre la obligaba a tumbarse en la cama y a sembrar la almohada con las lágrimas blancas de las princesas cautivas.

Una tarde, su madre le contó que había tropezado en la calle con uno de los marineros con los que su padre solía embarcarse, al que no había dudado en interrogar sobre los motivos que habían forzado a su marido a quedarse definitivamente en puerto tras su última travesía. Pero era poco lo que su compañero de faena sabía al respecto, salvo que Tomás Vallejo había decidido renegar para siempre del mar al término de una noche de guardia, tras la que lo encontraron demudado y cadavérico, suplicando el regreso a la costa con un hilo de voz que le arruinaba la hombría. El mar está lleno de leyendas, acabó diciéndole el marino para mitigar su extrañeza, de cosas que cuesta trabajo creer hasta que uno no las ve con sus propios ojos, y no hay nada peor que enfrentarse a sus fantasmagorías durante una solitaria guardia nocturna. El mar, a veces, nos dice cosas que no queremos saber.

Ni Nuria ni su madre otorgaron demasiado crédito a las palabras del marinero, impregnadas de un misterio demasiado teatral. El ogro que habitaba en el salón se les antojaba un ser insensible a las sutilezas de las visiones marinas, en caso de que las hubiera. Como mucho, habría sufrido un estremecimiento en el corazón, o habría oído, en la calma nocturna del mar, la desafinada música de su interior, que le advertía que el cansancio milenario de sus huesos había alcanzado finalmente la pleamar. Lo único que parecía cierto era que algún acontecimiento o revelación crucial había tenido lugar sobre la desierta cubierta, removiendo por dentro a Tomás Vallejo y reemplazándole en un juego de manos nefasto, la vastedad del océano por el rincón del salón.

Pero los días se sucedieron, monótonos y deslucidos, sin que ninguna de las dos se aventurase a interrogarlo abiertamente, intuyendo quizá que la respuesta no iba a ser otra que un desplante airado. Nuria, por su parte, trataba de mantenerse lo más lejos posible del sujeto que había conseguido que, hasta el hecho simple de vivir, le resultara insoportable. Le bastaba con la penitencia de tener que viajar a su lado cada mañana en la furgoneta, sofocada por el hedor turbio de la carga reciente. No sabía qué odiaba más de los recorridos compartidos en la infecta tartana, si el silencio hermético que gastaba su padre o sus grotescos intentos de comunicación, aquellos arrebatos de camaradería que lo asaltaban de vez en cuando, y que ella abortaba con lacónicos monosílabos. La furgoneta dilataba un itinerario ya largo de por sí, durante el que Nuria se entretenía en rumiar mil maneras de vengarse de aquel dictador tripón que, no contento con arruinarle la vida, pretendía además ganarse su confianza. La confundía, sin embargo, su afán por extraer de ella alguna frase cariñosa, o cuando menos cordial, pues se le antojaba imposible que su padre no fuese capaz de leer en su acritud el desprecio que le profesaba. Sus intentos de acercamiento eran siempre torpes e irrisorios, y por lo general se reducían a un par de tentativas que, una vez ella desbarataba, daban paso al impenetrable silencio que los acompañaría el resto del trayecto. Por eso la sorprendió que una mañana, como si no le importara que ella no le atendiese, su padre empezara a hablar de las leyendas del mar.

Con una voz trémula, que sin embargo fue adquiriendo confianza día a día, como si él mismo se acostumbrara al estrépito de su vozarrón reverberando en el angosto interior de la cabina, Tomás Vallejo desgranaba con su humilde oratoria, no se sabía para quién, las historias del mar que mejor conocía. Las escogía al azar, y las narraba de forma desordenada, barajando experiencias personales con leyendas que corrían de boca en boca. A veces realizaba largas pausas, conmovido por la nostalgia de los recuerdos o sorprendido por la dimensión épica que cobraban sus cotidianas gestas de marino en constante porfía contra el océano, al ser contadas mientras atravesaban aquel paisaje aletargado de panaderías y kioscos. Pero sobre todo le excitaba la mella que su desesperada estrategia parecía causar en el desinterés de su hija. Con el correr de las mañanas y las leyendas, Nuria había ido desentendiéndose de lo que sucedía tras la ventanilla e interesándose por las historias que él contaba, incluso había empezado a prepararle el café por las mañanas, en un gesto que conmovió a Tomás Vallejo, quien pronto dejó de hablar para sí mismo y empezó a hablar para la persona que más quería en el mundo.

Le habló de todo lo que se le ocurrió, temiendo volver a perderla si se quedaba callado. Le habló de piratas y bucaneros, de islas desconocidas que no figuraban en los mapas, donde se escondían científicos locos que hacían experimentos con los náufragos que las mareas derramaban sobre la arena; de atolones envueltos en jirones de bruma en los que habitaban animales extraños, huidos del jardín del Edén antes de que Adán tuviese tiempo de ponerles nombre. Le habló de tritones y sirenas, de calamares gigantes y hombres-pulpos, y de toda la fauna de ensueño que el mar alberga en su vientre. Le habló de faros fantasmas que conducían a los barcos hacia los arrecifes con sus luces perversas, y de cómo algunas noches, fondeando cerca de la costa, podía verse vagar las ánimas errabundas de aquellos que se arrojaban desde los acantilados por asuntos de amor. Le contó la asombrosa historia de Arthur Miclans, el niño que fue rescatado por un delfín tras caer por la borda de un barco de emigrantes. Le habló de los peces que bullían en los abismos marinos, en ranuras tectónicas donde la ausencia de luz y las bajas temperaturas habían fraguado un universo refulgente de seres eléctricos y majestuosos. Y le describió la sobrecogedora estampa de una playa rebosante de ballenas varadas, tendidas sobre la arena como dólmenes derrumbados.

Su hija atendía a sus palabras sin poder disimular el arrobamiento que le producían. Hasta ese momento, Nuria no había considerado el mar como otra cosa que una inmensa llanura azul en cuyo interior revolvían algunos hombres para ganarse el sustento. Hombres tan barbados y fieros como su padre, que se echaban a la mar con los primeros fulgores del alba, dejando a sus espaldas la rémora de una familia que solo parecían amar verdaderamente cuando mediaba entre ellos la distancia. Nunca se le ocurrió que el océano albergara otra cosa que el pescado ceniciento que exhibían los tenderetes del mercado sobre un lecho de hielo picado y hojas de lechuga, relumbrando bajo los focos como alfanjes herrumbrosos. Pero de las redes de su padre surgían a veces criaturas fabulosas, como si los aparejos hubiesen buceado en los sueños de un Dios que, cansado de modelar el barro con solemnidad, envidiara a los niños que jugaban sin trabas con la plastilina. Sobre la cubierta, entre el palpitante botín de rapes y merluzas, podía infiltrarse también el pez trompeta, con sus labios de trovador; el pez gato, con su mirada de mujer fatal, o el pez ángel, arrancado del retablo de alguna basílica submarina. El océano se le antojaba ahora a Nuria un arcón rebosante de leyendas, un escenario capaz de rivalizar en atractivo con los castillos espectrales o los bosques encantados.

Pero no fue el mar lo único que cambió para ella. El hombre que conducía a su lado pareció transformarse también, alcanzar una dimensión humana de la que antes carecía. Nuria no sabía que durante los periodos en los que su padre permanecía embarcado, el tiempo goteaba con una lentitud huraña y dolorosa. Ni que para aquellos hombres a merced de los elementos, cada minuto arrancado a la vida era el motivo de una celebración íntima que les amansaba la expresión con una sonrisa apenas sugerida. Expuestos a los caprichos de un mar que lo mismo podía colmarle las redes que ahogarlos bajo un golpe de agua, cada amanecer sin bajas era un humilde triunfo del que solo cabía regocijarse en silencio, conscientes en el fondo de que el mérito no era suyo, pues desde que escogieron esa vida su destino lo reescribía la espuma sobre la arena. Ahora sabía Nuria que mientras ella disponía de toda la casa para sí, su padre convivía con otros muchos en un mundo oscilante que medía treinta y dos metros de eslora y siete de ancho, hecho de espacios angostos cuyas paredes estaban empapeladas de vírgenes llorosas y hembras desnudas, porque tanto valían unas como otras si ayudaban a mantenerse firme en medio de un temporal. Y sintió una punta de piedad hacia aquel hombre curtido en la adversidad, que cada vez que ponía pies en tierra debía experimentar un alborozo de superviviente que no podía compartir con su familia por temor a estremecerle las esperas, que solo podía festejar en alguna taberna con otros como él, entendiéndose a gritos porque todavía conservaban en los oídos el estruendo infernal de los motores.

Fue aquella piedad, sumada a las migajas de confianza que los viajes compartidos habían hecho surgir entre ambos, la que movió a Nuria a interrogar a su padre sobre los motivos que le habían llevado a huir del medio que tanto parecía amar. Se lo preguntó con un hilito de voz dulce, aprovechando el distendido silencio que siguió a una de sus joviales risotadas. Pero Tomás Vallejo no contestó. Al oír la pregunta, giró la cabeza hacia su hija con lentitud de fiera, y le dedicó una mirada entre enojada y sombría que le hizo comprender que la amistad que había creído percibir entre ellos no era más que un espejismo. Sea lo que fuere que su padre había visto, solo llegarían a saberlo los gusanos que habrían de devorarle el corazón.

Tomas Vallejo nunca había creído en las leyendas del mar hasta aquella guardia fatídica que cambió el curso de su vida. Había oído cientos de historias, a cuál más descabellada, pero hasta esa noche las había considerado hijas de las fiebres y el escorbuto, cuando no del tedio de las largas travesías. Sin embargo, todavía conservaba en las venas el temor que había experimentado durante aquella guardia, cuando un rumor siniestro que parecía provenir del mar lo sobrecogió en mitad de su tercer café. El lúgubre soniquete le hizo levantarse para asomarse a la borda con cautela. En un principio, no logró discernir nada en la oscuridad reinante, pero no había duda de que aquel chirrido quejumbroso anunciaba la inminente llegada de algo que se deslizaba hacia el pesquero lentamente, sin alterar el sueño de las aguas. Desconcertado por el hecho imposible de que el mar no acusara su avance, Tomás Vallejo contempló surgir de la negrura el maltrecho casco de un velero. Tanto por lo antiguo de su diseño como por la podredumbre de la madera, supo que aquella embarcación había sido construida hacía siglos. Poseía dos mástiles provistos de sendas velas cuadradas, y en el costado, bajo un recamado de algas acartonadas, aún podían apreciarse las cuencas vacías de una hilera de portas por donde antaño asomaron las fauces de los cañones. Dedujo que debía tratarse de un bergantín de los muchos que ejercían de naves corsarias en el pasado. Aterrado, conteniendo el vómito ante el hedor a leprosería que exhalaba la aparición, la contempló desfilar procesionalmente ante él, cruzándose con su embarcación a una distancia tan íntima que le hubiese bastado con alargar la mano para poder acariciar su lomo repujado de sargazos. Pudo observar entonces que en su arboladura anidaban unos albatros enormes. Algunos planeaban sobre la nave como pandorgas fúnebres, y otros permanecían sobre las jarcias y obenques, no sabía si dormidos o acechantes. Pero la sangre acabó de helársele en el corazón cuando reparó en la silueta que se encontraba de pie sobre la cubierta de proa. Por su tamaño, parecía una niña. Cuando la tuvo cerca, pudo ver el rostro de su hija. Nuria, vestida con un abrigo rosa con dibujos de osos y el cabello recogido en trenzas, le dedicó una mirada indescifrable mientras pasaba ante él. Y Tomás Vallejo tuvo que apretar los dientes con fuerza para no lanzar un alarido desgarrador con el que se le hubiera escapado también la cordura.

Lo encontraron al amanecer encogido en la cubierta, suplicando el regreso entre lágrimas de mujer. Tomás Vallejo sabía lo que significaba aquel barco. Algunos años antes, bebiendo en una taberna del puerto, un marinero le había hablado de la existencia de un bergantín que surcaba los mares al servicio de la muerte. Entre confidentes susurros con olor a vinazo le contó que, durante el transcurso de una guardia, un compañero suyo había sido sorprendido por la espectral aparición de una nave que parecía navegar a la deriva, escoltada por una decena de albatros, en cuya proa alcanzó a distinguir, sobrecogido, la silueta de un hombre que era él mismo. Tras aquella visión, el marinero no volvió a echarse al mar. En tierra, nadie creyó su relato. Se atrincheró en el diminuto apartamento donde vivía con su numerosa familia, negándose a salir de allí bajo ninguna circunstancia, pues estaba seguro de que haberse visto como pasajero de aquel navío fantasma solo podía significar que su muerte estaba próxima. El marinero dejó pasar los días postrado en el lecho, como un enfermo sin más dolencia que el horror de una muerte trágica que no sabía cuándo ocurriría, pero a la que pretendía esquivar sin demasiada fe. Una mañana, al regresar de la compra, su mujer se lo encontró tendido sobre la alfombra con la cabeza reventada y la Luger que había heredado de su abuelo todavía empuñada en la mano, y supo que su marido, incapaz de soportar la angustiosa espera, había decidido embarcar en la nave de los albatros antes de tiempo, ayudándose de una bala que guardaba ayuno desde la guerra civil. Tomás Vallejo había escuchado aquella leyenda entre los vapores del vino, asintiendo con una gravedad teatral, convencido de que esa historia, como la mayoría de las que circulaban por las tabernas, no era más que la fábula de algún marino aburrido o febril, una invención que el roce del tiempo habría ido puliendo, y estaba seguro de que ni siquiera la versión que acababa de oír sería la definitiva. Eso era lo que ocurría siempre con las leyendas; travesaban los siglos trasmitiéndose como un virus, estremeciendo almas a la lumbre de las hogueras. Hasta que de tanto ser relatadas acababan haciéndose realidad.

Tomás Vallejo había regresado a tierra para salvar la vida de su hija. Hubiese querido abrazarla y retenerla para siempre entre sus brazos, pero solo pudo convertirse en su enemigo. Lo primero que hizo fue someterla a un chequeo médico, al que, para evitar sospechas, también tuvo que obligar a su mujer e incluso prestarse él mismo. Cuando obtuvo los resultados, que disipaban cualquier duda de que la muerte ya hubiese sembrado su oscura semilla en las entrañas de su hija, Tomás Vallejo comprendió que el ataque habría de llegar desde fuera, e hizo todo lo que estuvo en su mano para mantener a Nuria vigilada la mayor parte del día, confiando en que la Parca se cansara de esperar su oportunidad para robarle el aliento. Eso le había canjeado la aversión de Nuria, un odio visceral que había intentado combatir durante los viajes en la furgoneta, tratando de hacerle ver a su torpe manera cuánto la quería. Al principio, había creído que podría conseguirlo, pero su forma de reaccionar ante el deseo de su hija por conocer aquello que él jamás podría decirle, había arruinado para siempre sus esperanzas. Tras aquel interrogatorio fallido, nada volvió a ser como antes. Tomás Vallejo se afanó en reanudar sus historias, pero, para su desazón, le resultó imposible reparar el daño que su mirada había causado en su hija, quien había vuelto a refugiarse en un hiriente distanciamiento.

¿Hasta cuándo lograría tenerla vigilada?, se preguntaba ahora con la mirada fija en la puerta cerrada del cuarto de Nuria. ¿Cuánto tardaría su hija en rebelarse? Los días se sucedían lentamente, como un castigo para ambos, y él no acertaba a entrever el desenlace que podía tener aquel encierro cada vez más injusto.

Una noche se despertó sobresaltado, con la seguridad de que Nuria habría recurrido a la cuchilla para arrancarse a tirones de las venas aquella vida de reclusión insoportable. Al descubrirla dormida en su cama, los ojos se le habían inundado de lágrimas. Extremadamente cansado de todo aquello, se había sentado en la silla del escritorio donde su hija estudiaba, y había velado su sueño un largo rato, dejándose conmover por el aire de terrible vulnerabilidad de aquel cuerpecito arrebujado en la madriguera de las mantas. Se acostumbró a visitarla de aquella manera por las noches, y siempre, al abandonar su habitación, Tomás Vallejo se preguntaba si ya podría devolverle la libertad, si habría logrado evitar su muerte o todavía la reclamaban los albatros.

La respuesta la obtuvo el día del cumpleaños de Nuria, cuando su hija, tras apagar las catorce velas de su tarta, rasgó el envoltorio del paquete que su madre le había regalado para mostrar, con un entusiasmo que contrajo de terror la expresión de su padre, un abrigo rosa con dibujos de osos. Tomás Vallejo comprendió entonces que aquella alegre escena escondía una amarga consigna que solo él podía descifrar, que aún no había logrado desbaratar el trágico destino de su hija. Cerró los ojos para no verla dando vueltas vestida con el abrigo, haciendo girar las dos trenzas con que ese día había decidido recogerse el cabello.

Tomás Vallejo asistió a la lenta extinción de la fiesta mudo en su rincón, como un púgil reuniendo valor para subir al cuadrilátero, y no le sorprendió que, una vez llegada la noche, su mujer se sentara a su lado por primera vez en mucho tiempo y, tras varios rodeos, le rogase que le diese permiso a Nuria para ir de excursión a la sierra con el colegio a la mañana siguiente. A Tomás Vallejo acabó de partírsele el alma mientras sacudía la cabeza en una negativa que no admitía discusión, no supo si por el daño que su nueva oposición causaría en su hija o porque su cabeza, adelantándose a los acontecimientos, ya le mostraba la imagen del autobús escolar volcado en el asfalto, rodeado de una confusión de cristales rotos y cuerpos destrozados entre los que despuntaba un abrigo rosa. La muerte jugaba al fin sus cartas, y él no podía hacer otra cosa que tratar de retener a su lado el objeto de su codicia. Desde el sillón, contempló a su mujer entrar en el cuarto de Nuria para trasmitirle su negativa, y permaneció toda la noche allí, centinela de su descarnado llanto, queriendo irrumpir en su cuarto para consolarla, pero consciente de que las palabras de aliento de quien todavía conserva en la mano el puñal ensangrentado, pueden hendir más profundo aún que la propia puñalada.

Lo despertó el calor amigo de una taza de café entre las manos. Abrió los ojos y, en el barrunto de luz que perfilaba el salón, pudo ver la sonrisa sin rencor de su hija. No hubo palabras entre ellos. Tomás Vallejo le sonrió agradecido, y dejó que Nuria le acariciara el cabello con ternura, en un gesto casi maternal con el que tal vez tratase de decirle que la mujer que ya iba siendo comprendía aquella forma de protegerla, pese a considerarla desorbitada. Mientras el café dulzón le cartografiaba la garganta, la observó conmovido regresar al encierro de su dormitorio, para continuar destejiendo en silencio el velo de su juventud hasta que él quisiera devolverla a la vida. Tomás Vallejo apuró la taza con la mirada absorta en la puerta cerrada que lo separaba de su hija, preguntándose cuál debía ser su movimiento ahora que ella había dado el primer paso hacia la reconciliación. Finalmente, decidió que quizá fuese oportuno abandonarse al deseo de abrazarla, que tal vez su hija no estuviese sino esperando una muestra de cariño que le insinuara que, pese a todo, contaba con un padre que la quería.

Secándose las lágrimas con el dorso de la mano, Tomás Vallejo se acercó al cuarto y abrió la puerta con cautela de confidente. Le desconcertó no encontrarla en el dormitorio. Luego reparó en la ventana que daba al patio interior, abierta de par en par, y comprendió, sintiendo cómo una mano de hielo le trenzaba las vísceras, que Nuria al fin había decidido rebelarse. Salió del cuarto dando tumbos, cogió las llaves de la furgoneta y se precipitó escaleras abajo convenciéndose de que aún quedaba tiempo, que la estación de autobuses de donde debía partir el autocar escolar no estaba demasiado lejos. Arrancó la furgoneta y surcó las todavía entumecidas calles aplastando el acelerador con saña. Arribó a la estación a tiempo para ver cómo su hija, plantada ante la puerta del autobús con su abrigo rosa y el cabello recogido en trenzas, le dedicaba una mirada indescifrable antes de subir al autocar que la conduciría a las tinieblas.

Nuria se sentó en el último asiento del autobús con una débil sonrisa de triunfo en los labios, una mueca apenas imperceptible que se amplió aún más cuando, al girarse en la butaca, observó cómo la miserable furgoneta de su padre se internaba también en la carretera en pos del autocar. Según decía la etiqueta del bote de somníferos de su madre, sus efectos eran casi inmediatos, y ella no había escatimado en pastillas a la hora de disolverlas en el café. Tuvo que esconderse la sonrisa entre las manos al contemplar los primeros bandazos de la tartana, que no tardaría en irrumpir en el carril contrario, donde su padre encontraría el fin que merecía, liberándola de su tormento, de todas aquellas noches en que, muerta de miedo, le oía entrar furtivamente en su dormitorio para observarla dormir, temiendo el momento en que su mano se internase entre las sábanas en busca de sus recientes formas de mujer. Pero aún tuvo tiempo, antes de que la furgoneta se fuera a la deriva, de cruzar una última mirada con aquel hombre al que nunca había considerado su padre, y Tomás Vallejo pudo comprender, a pesar del pegajoso sopor que amenazaba con vencerlo sobre el volante, que durante aquella guardia fatídica, la nave de los albatros no le había avisado del trágico final de su hija, sino que le había mostrado el rostro mismo de la muerte.

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