lunes, 16 de octubre de 2017

EL CANTO DEL CISNE


El viento susurraba suavemente entre las ramas de los álamos, arrancando de ellas doradas hojas que revoloteaban en su seno hasta caer blandamente sobre el suelo alfombrado de amarillo. El otoño se paseaba por la alameda, cubriendo con su manto áureo todo el paisaje, y llevándose consigo las pocas hojas que retenían los árboles.
Sólo el murmullo del aire, generalmente cálido, pero con algún ramalazo frío, heraldo de la próxima llegada del invierno, turbaba el silencio de aquel atardecer otoñal.
Entonces se escuchó un rítmico crujido que venía por la senda cubierta de hojas secas. El viento calló por un momento, sorprendido. Seguidamente, sopló con un atisbo de rabia, arrancando algunas quejas de los semialetargados árboles, furioso ante tamaña osadía.
Los pasos que así rompían el concierto de otoño de los álamos y el viento pertenecían a un hombre alto, cubierto con un abrigo gris de cuello alzado, que impedía distinguir sus rasgos. Contribuía a ello una bufanda oscura que aleteaba tras él. Sus manos se hundían en la oscuridad de los bolsillos del abrigo. Unas recias botas anunciaban que el visitante estaba próximo.
El viento trató de arrebatarle la bufanda, sin éxito. Exasperados, los árboles iniciaron una irritada sinfonía de hojas tintineantes, a coro con el aire.
Pero en intruso no se inmutó.
El viento expiró con un suave quejido, y los árboles se callaron. El otoño no tenía fuerzas aquella tarde para echar al hombre de la alameda.
Los pasos siguieron oyéndose a lo largo del camino. Una leve brisa levantó algunas hojas del suelo, en un remolino de advertencia que el intruso de la bufanda no escuchó. El sol arrancaba destellos de oro de las hojas caídas, y de las casi desnudas ramas arbóreas que ya no bailaban al son del viento.
El desconocido se detuvo, y alzó la cabeza para mirar a lo alto.
La brisa enmudeció: los hombres siempre miraban al suelo, nunca a lo alto, de modo que tal vez aquél fuera uno especial.
Entonces el intruso se acercó a uno de los álamos, sacó una mano del bolsillo y acarició dulcemente la corteza del árbol, que se estremeció bajo su tacto.
El viento silbó, admirado. No, decididamente, aquél no era un hombre corriente. Las ramas corearon su conclusión, excitadas, y hasta la maleza, de ordinario tan silenciosa, susurró su aprobación; y el otoño asomó su barba dorada por entre el follaje, para averiguar quién era aquel desconocido que miraba a lo alto y acariciaba a los árboles.
El rostro pardo del otoño arrugó la frente al descubrir al hombre de la bufanda sentado bajo el álamo al que había acariciado. Se oyeron risas entre la espesura, y dos pares de ojos rasgados, salvajes, brillaron con admiración bajo las luces del ocaso: una pareja de dríades había acudido al lugar.
Las ramas de los árboles cantaron de nuevo, sacudidas por la impaciencia del viento. Pocos hombres llamaban la atención de los espíritus del bosque, pocos hombres hacían salir a las dríades de sus encinares encantados. El otoño comenzaba a perdonar a aquel  desconocido su interrupción de la melodía del atardecer.
Las dríades asomaron la cabeza, curiosas, para ver qué hacía el intruso sentado bajo el árbol. El viento contuvo el aliento. Los álamos callaron. El otoño frunció el ceño, admirado.
El hombre escribía.
¡Escribía! Las dríades rieron y batieron palmas, regocijadas, porque el desconocido ponía una línea bajo otra, y no todo seguido. La pluma (¡pluma!) rasguñaba el papel delicadamente, engarzando palabras, tejiendo imágenes y sonidos que poca gente era capaz de entender. Las dríades estiraron el cuello para ver mejor y cruzaron una mirada de alegría.
Era un poeta.
El rostro pardo del otoño volvió a arrugarse en una expresión de incredulidad. ¡Qué extraño! El otoño habría jurado que ya no quedaban poetas. O, al menos, no como los que existieron antaño, que atraían a las dríades, y miraban a lo alto, y acariciaban a los árboles. No, aquélla había sido una raza extraña de hombres, dotados de una sensibilidad poco común, que hablaban con el viento y escuchaban a los mares.
Pero de aquellos .... ya no se hablaba.
Habían sido una raza diferente, sí, pero minoritaria, y habían estado desde el principio condenados a lo que eran ahora: una raza extinta.
Quedaban poetas, claro, pero eran poetas engendrados en el seno de los tiempos modernos. Los poetas que existían ahora caminaban con la cabeza gacha y solo escuchaban los múltiples sonidos de la ciudad, respiraban humo y pensaban que todo estaba perdido. Los poetas de hoy vivían con un extraño peso en el corazón.
El otoño les comprendía, en el fondo.
Pero aquel desconocido...
El otoño tuvo la sensación de que aquel poeta tampoco era un poeta de los de antaño. Pero era parecido a ellos.
El viento jugaba ahora con los cabellos del hombre, forcejeando suavemente con la bufanda, para destaparle la cara. Las dríades habían trepado al álamo para ver desde arriba qué era lo que estaba escribiendo. Se taparon la boca para evitar risillas indiscretas que pudieran molestar al poeta en su trabajo.
La brisa trajo hasta los oídos del otoño el parloteo nervioso de las dos habitantes del bosque profundo. Alzó las cejas, desconcertado. ¡De modo que el poeta relataba una historia en verso! Aquello no era posible. Debía de tratarse de un error.
Las dríades decían que el poeta también sabía contar cuentos. Que conocía el lenguaje de la Madre Tierra y del Señor de los Vientos, y que sembraba la semilla de la ilusión en los corazones de los hombres.
El visitante de la bufanda era poeta, cantor, pintor, a veces payaso, y a menudo narrador de cuentos. Viajaba errante por el mundo, llevando su magia a todos los rincones del planeta. Las dríades no recordaban haber visto nunca a nadie así.
Pero el otoño era ya muy anciano, y sí recordaba. Mucho tiempo atrás, tanto que las caprichosas dríades lo habían olvidado, muchos de aquellos hombres vagaban por la tierras. Los había a cientos, pero pocos auténticos. El progreso los había ido diezmando poco a poco. Y ahora, del mismo modo que no quedaban poetas como los de antaño, tampoco quedaban juglares.
Pero aquel hombre parecía ser un superviviente de la desaparecida raza y, sin embargo, no era como los demás que el otoño había visto mucho tiempo atrás. Los juglares traían alegría: aquel hombre parecía infinitamente triste. El otoño se dijo que no era de extrañar, dados los tiempos que corrían. No era época para juglares: nadie los escucharía.
Aquel individuo era como una rara piedra preciosa, de ésas que, si tienes suerte, encuentras una sola vez en la vida. Las dríades lo entendieron así, y guardaron un respetuoso silencio mientras el juglar acababa su composición, un soberbio poema épico titulado "El canto del cisne".
El tiempo pasó sin sentirse hasta que el viento anunció, a través de las ramas de los árboles, que el sol se hundía entre las montañas.
Entonces el poeta entendió y alzó la mirada.
Había terminado de escribir.
Se levantó pues, y leyó su obra en voz alta, con incontrolada emoción, para todas las criaturas que le estaban observando y que sólo él podía sentir. Y las dríades suspiraron al ver una lágrima temblando en sus ojos, y casi gritaron, alarmadas, cuando el juglar, tras echar el último vistazo a su obra, arrojó los papeles por encima de su hombro.
El viento se esforzó por juntarlos de nuevo, sin éxito. En su precipitación no hizo sino esparcirlos aún más entre los álamos.
El poeta caminaba ya por la vereda, abstraído.
El viento abandonó la afanosa búsqueda de los papeles y aprovechó para arrebatarle la bufanda juguetonamente; pero el juglar no hizo nada por recuperarla.  El viento arrastró la prenda de un lado para otro, desconcertado, sin saber muy bien que hacer con ella. Cualquier hombre corriente habría seguido el juego del viento, y habría perseguido la bufanda.
Pero el juglar no era un hombre corriente.
El viento se detuvo, exhausto, y contempló con impotencia cómo el extraño visitante de la alameda se alejaba entre los árboles. Éste alzó de nuevo el rostro mientras caminaba, y las dríades suspiraron más profundamente al ver sus dulces ojos color miel.
El juglar había oído el sonido del río, que lo llamaba, y se encaminaba hacia él. El otoño y el viento lo siguieron, y también las dríades, deslizando sus blancos pies descalzos por sobre el manto de hojas secas.
El poeta llegó al río poco después, guiado por su canto de mil campanillas argénteas. Se quedó un momento contemplando las aguas, hipnotizado, y entonces comenzó a remontar el curso del arroyo. Los rayos de sol que se filtraban entre las hojas rozaron los iris del juglar cuando éste llegó al pie de un pequeño montículo junto a un remanso del río, y las dríades contemplaron entonces unos dulces ojos del color del mar en calma.
Parecía tan, tan triste... las dríades gimieron por él, y el viento se arrepintió de haberle robado la bufanda.
El singular hombre trepaba ya por la falda de la elevación.
Súbitamente el viento adivinó sus intenciones, porque había visto muchas cosas a lo largo y ancho del mundo, y silbó advirtiendo lo que iba a suceder; las hojas de los árboles chillaron "No, no !" y las dríades se cubrieron el rostro con las manos, espantadas. El otoño observaba la  escena con un ligero desconcierto.
Pero el juglar no los escuchaba.
Un fauno tocó, con su flauta de cañas, una breve y triste melodía desde lo más profundo de la espesura. Una de las dríades alargó su etérea mano para coger al juglar, pero éste se zafó con un rápido y elegante movimiento. No, nada podía detenerle.
Alcanzó por fin la cima del montículo y miró a su alrededor, sonriendo. Sus dulces ojos eran ahora de color verde esmeralda, y el bosque se reflejaba en ellos.
Habría querido explicarles a todos qué duro era ser juglar en un mundo civilizado, pero no sabía si lo habrían comprendido porque, excepto el viento y el otoño, las restantes criaturas que lo observaban jamás habían salido de la alameda.
Una de las dríades recuperó una hoja de papel que le traía el viento, orgulloso de su trofeo. Era la última página del "Canto del Cisne".
La dríade leyó cómo el cisne elevaba su canción sobre las aguas, una canción dulcísima, tristísima, una canción de muerte; pero tan increíblemente bella que las dríades habrían llorado, si hubieran podido llorar.
El cisne desplegaba las alas y emprendía el vuelo....
El juglar abrió los brazos y avanzó un paso....
El cisne volaba...
El juglar saltó...
... Y ambos cayeron al vacío.
Y el río se los tragó.
El viento aulló con furia, pero ahora traía un aire gélido; las dríades se estremecieron y gimieron de miedo. Los árboles increpaban al viento porque les arrancaba las hojas demasiado pronto y con demasiada brutalidad.
En el sendero había un reguero de lágrimas pardas. El otoño abandonaba la alameda y probablemente no volvería jamás a ella, porque la escena que había presenciado era demasiado triste como para que quisiera recordarla.
Su rostro pardo y dorado fue sustituido inmediatamente por el semblante pétreo y gris del invierno, que tomó posesión de la alameda mientras las primeras estrellas aparecían en el firmamento, tirando del carro de la noche.
Las dríades escaparon corriendo hacia el corazón del bosque, hacia la eterna primavera.
En el remanso del río donde había desaparecido el hombre de la bufanda, que miraba a lo alto, atraía a las dríades y acariciaba a los árboles, quedó un anillo sobre el agua, como un dulce suspiro. El viento esparció por la tierra las hojas del postrer canto épico del último de los juglares.

Laura Gallego

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