jueves, 22 de enero de 2015

EL DESCANSO DEL GUERRERO

Termópilas, verano 480 a. C.
 “Mira, ya estoy cansado de escucharte hablar. ¿Qué llevamos aquí?
¿Tres horas? ¿Cuatro? No paras de contar historias de amor, de batallas horribles, de amistad, pero bien sabes tú y nosotros también que no cuentas más que patrañas. Nosotros, los espartanos, no somos de hablar mucho, pero visto y oído lo que hay en torno a este fuego aquí hoy, si mi rey me lo permite, yo narraré una historia. No, no es sólo algún cuento de guerra y de viejos soldados, no va sólo del honor en el campo de batalla. Esta es una historia de amistad y camaradería, de amor, grandeza y sacrificio. Pero déjame antes que te hable un poco de nosotros. Venga, pásame ese pellejo de vino. ¿Qué? ¿Qué nosotros no bebemos? Que nunca nos vean ebrios no significa que no probemos cada tanto el néctar de Dionisio”.
Hace tres jornadas que dejamos nuestra amada ciudad. Allí quedaron mi mujer y mis hijos, ojalá sean fuertes y sirvan a su patria; ojalá algún día sepan el sacrificio que hizo su padre por ellos y por su libertad. Estos que vienen aquí conmigo están igual que yo, todos dejan atrás a sus familias, incluso el rey. Sabemos que, probablemente, ninguno vuelva a casa. Pero no nos asusta. Yo estoy aquí gustoso, con mis compañeros y camaradas de armas, junto a mi hermano gemelo Alfeo, junto a vosotros, perros malditos, que -a pesar de no ser espartanos- lucharéis como leones sabiendo que si el persa pasa, todo estará perdido. ¿Qué más podría contar de nosotros para que entiendan esta historia?
A los siete años me arrancaron de mi casa y desde entonces me enseñaron a aguantar el hambre, el frio, la sed y el calor; me enseñaron a soportar marchas duraderas, a no quejarme y a sobreponerme; he aprendido a moverme en las sombras, a ver sin que me vean. Claro que también fui instruido en las armas, en el uso del escudo y la lanza, en proteger a mi compañero de la izquierda, a dar y recibir órdenes, a sobrevivir y a matar. Pero lo que más te inculcan, lo que más te meten adentro es el amor por tu ciudad, su grandeza, su honor, la lealtad a estos que ves vestidos igual que yo, a este hermano mío que tengo a mi lado. Ellos no tienen nombre propio, no tienen nada propio, son y viven por Esparta; por eso estamos aquí, por ella.
Oye, te contaré la historia, pero no te lleves el vino. Ven, déjalo a mano, es que es largo el relato y debo aclararme la garganta cada tanto. Bien sabéis que nosotros no somos de hablar mucho, es más, este es el momento en que más palabras seguidas he dicho en mi vida. ¡Eh, tú! Ven aquí, ¿sabes escribir, verdad? Pues trae tus bártulos, así coges nota esta noche y las que sigan, lo que tarde en contarles esto, que quedará grabado para cuando ninguno de nosotros esté ya vivo. ¿Cómo que cuál historia? Una historia de verdad, mejor que las mentiras que cuenta el tespio este o con las que nos aburrió aquel corintio que ahora ronca como un tronco. Si me lo permiten, voy a narrarles un cuento que, como ya les dije, tiene amor y amistad, camaradería, sacrificio y honor y está también la mejor batalla de todos los tiempos. No, no, ¿de qué Troya me hablas? ¿Los dorios? ¿Mesenia? ¿Maratón? No. Muy pocos quedaron vivos, por eso poco se sabe de ella, no hay nada escrito. ¿Que cómo lo sé? Porque a este hermano mío, que esta tan callado, y a mi nos la contaban nuestro padre, nuestros tíos, algún viejo soldado desdentado y, si quieres, hasta el difunto rey Cleomenes.
Fue en Thyrea, al sur de Argos, unas cuantas olimpíadas han pasado más de diez, quizás quince, pero como parece que el persa va a tardar en llegar y acomodar su pomposo culo para después dignarse a atacarnos, voy a ir más atrás en el tiempo. Mucho más atrás. ¡No, no os preocupéis! De todos modos tendréis sangre y sexo pero es mejor así, creedme. Sólo pido a dioses y musas que me permitan captar su atención y que no se me trabe la lengua, aunque para eso lo mejor es el vino. Venga, pasadme otra vez el pellejo, así está mejor. Pues no demoro más, sólo me detendré si sale el sol o si vuestros oídos se cansan de mis palabras. ¡Eh, a ti, sí! ¡Ni se te ocurra llevarte el vino!...”

Daniel Paglilla, Con tu Escudo o sobre él

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