viernes, 30 de julio de 2021

CONOCIENDO A SHERLOCK HOLMES

 

—Busco alojamiento —respondí—. Intento resolver el problema de conseguir habitaciones confortables a un precio razonable.

—Qué curioso —observó mi acompañante—. Es usted la segunda persona que me habla hoy en estos términos.

—¿Y quién ha sido la primera? —pregunté.

—Un colega que trabaja en el laboratorio químico del hospital. Se lamentaba esta mañana de no encontrar a nadie con quien compartir unas bonitas habitaciones que había encontrado, y que eran demasiado caras para su bolsillo.

—¡Por Júpiter! —grité—. ¡Si está buscando de verdad a alguien con quien compartir las habitaciones y los gastos, yo soy su hombre! Prefiero tener un compañero a vivir solo.

El joven Stamford me miró de un modo raro por encima de su vaso de vino.

—Usted no conoce todavía a Sherlock Holmes —dijo—. Tal vez no le guste tenerlo constantemente de compañero.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?

—¡Oh, yo no he dicho que tenga nada malo! Alimenta ideas un poco raras, le entusiasman determinadas ramas de la ciencia. Pero, que yo sepa, es un tipo decente.

—Estudia Medicina, supongo.

—No. No tengo la menor idea de lo que pretende hacer. Creo que domina la anatomía, y es un químico de primera, pero, que yo sepa, nunca ha seguido cursos sistemáticos de Medicina. Sus estudios son poco metódicos y muy excéntricos, pero ha acumulado gran cantidad de conocimientos insólitos que asombrarían a sus profesores.

—¿No le ha preguntado usted nunca a qué piensa dedicarse?

—No, no es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque puede mostrarse comunicativo cuando le da por ahí.

—Me gustaría conocerlo —dije—. Si he de compartir alojamiento, prefiero a un hombre estudioso y de costumbres tranquilas. No estoy lo bastante fuerte todavía para soportar mucho ruido y barullo. Tuve bastante de ambas cosas en Afganistán para lo que me resta de vida. ¿Cómo podría conocer a ese amigo suyo?

—Seguro que está en el laboratorio —respondió mi compañero—. A veces pasa semanas sin asomar por allí, y otras veces trabaja allí desde la mañana hasta la noche. Si usted quiere, podemos ir en coche después del almuerzo.

—Claro que sí —contesté.

Y la conversación tomó otros derroteros.

Mientras nos dirigíamos al hospital tras abandonar el Holborn, Stamford me informó de otras peculiaridades del caballero con quien me proponía yo compartir alojamiento.

—No me eche a mí la culpa si no se llevan bien —me dijo—. Sólo sé de él lo que he averiguado en nuestros ocasionales encuentros en el laboratorio. Ha sido usted quien ha propuesto este arreglo, de modo que no me haga responsable.

—Si no nos llevamos bien, será fácil separarnos —respondí—. Pero me parece, Stamford —añadí, mirándole Ajamente—, que debe de tener usted alguna razón concreta para lavarse las manos en este asunto. ¿Tan insoportable es ese individuo? Hable sin rodeos.

—No es fácil explicar lo inexplicable —respondió, riendo—. Holmes es un poco demasiado científico para mi gusto… Raya en la falta de humanidad. Puedo imaginarlo ofreciéndole a un amigo una pizca del más reciente alcaloide vegetal, no por malevolencia, entiéndame, sino simplemente porque su espíritu curioso quiere formarse una idea clara de sus efectos. Para hacerle justicia, creo que ingeriría él mismo la droga con idéntica tranquilidad. Parece sentir pasión por los conocimientos concretos y exactos.

—Lo cual está muy bien.

—Sí, pero puede alcanzar extremos excesivos. Si llega hasta el punto de golpear con un palo los cadáveres de la sala de disección, toma una forma ciertamente chocante.

—¡Golpear los cadáveres!

—Sí, para verificar qué magulladuras se pueden producir en un cuerpo después de la muerte. Se lo vi hacer con mis propios ojos.

—¿Y dice usted que no estudia Medicina?

—No. Sabe Dios cuál será el objetivo de sus estudios. Pero ya hemos llegado, y usted podrá formarse su propia opinión.

Mientras él hablaba, doblamos por un estrecho callejón y traspusimos una puertecilla lateral, que daba a un ala del gran hospital. El terreno me era familiar, y no necesité guía para subir la lúgubre escalera de piedra y recorrer el largo pasillo de paredes encaladas y puertas color pardusco. Casi al final se abría un bajo pasadizo abovedado que llevaba al laboratorio de química. Era una sala de techo muy alto, con hileras de frascos por todas partes. Sobre varias mesas, bajas y anchas, se agolpaban retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen de vacilantes llamas azules. En la habitación sólo había un estudiante, que se inclinaba sobre una mesa apartada, absorto en su trabajo. Al oír el sonido de nuestros pasos, dio media vuelta y se levantó de un salto con una exclamación de alegría.

—¡Lo he encontrado! ¡Lo he encontrado! —le gritó a mi compañero, corriendo hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano—. He encontrado un reactivo que se precipita con la hemoglobina y sólo con la hemoglobina.

Si hubiese descubierto una mina de oro, su rostro no hubiera reflejado mayor satisfacción.

—El doctor Watson, el señor Sherlock Holmes —nos presentó Stamford.

—¿Cómo está usted? —me dijo Holmes cordialmente, estrechándome la mano con una fuerza que yo habría estado lejos de atribuirle—. Veo que ha estado en Afganistán.

—¿Cómo diablos lo sabe? —pregunté atónito.

—Carece de importancia —dijo, sonriendo para sí mismo—. Ahora se trata de la hemoglobina. Sin duda usted percibe la importancia de mi descubrimiento, ¿verdad? (…)

—Hemos venido para tratar un asunto —dijo Stamford, sentándose en un alto taburete de tres patas y empujando otro con el pie hacia mí—. Mi amigo anda buscando alojamiento y, como usted se lamentó de no encontrar a nadie con quien compartir un alquiler, pensé que lo mejor sería ponerlos en contacto.

A Sherlock Holmes pareció encantarle la idea de compartir su alojamiento conmigo.

—Tengo echado el ojo a unas habitaciones de Baker Street que nos vendrían que ni pintadas. Espero que no le moleste el olor del tabaco fuerte.

—Yo mismo fumo siempre tabaco de la Marina —respondí.

—Vamos bien. Suelo llevar conmigo sustancias químicas y a veces hago experimentos. ¿Le molestará esto?

—En absoluto.

—Veamos qué otros defectos tengo. A veces me deprimo y no abro la boca durante días. Cuando esto ocurra, no debe pensar que estoy enfadado. Déjeme solo y pronto se me pasará. Y ahora, ¿qué tiene que confesarme usted a mí? Es conveniente que dos individuos conozcan lo peor del otro antes de ponerse a vivir juntos.

Este interrogatorio de segundo grado me arrancó una sonrisa.

—Tengo un cachorro —dije—, y me molesta el barullo porque tengo los nervios deshechos, y me levanto a las horas más intempestivas, y soy extremadamente perezoso. Tengo un surtido de vicios distintos cuando me encuentro bien de salud, pero en el presente estos son los principales.

—¿Incluye usted el violín en la categoría de barullo? —me preguntó con ansiedad.

—Depende de quién lo toque —respondí—. Cuando el violín se toca bien, es un placer de dioses…, cuando se toca mal…

—De acuerdo, pues —exclamó, con una alegre sonrisa—. Creo que podemos considerar zanjado el asunto. Si las habitaciones le gustan, claro.

—¿Cuándo las veremos?

—Venga a recogerme mañana a las doce del mediodía. Iremos juntos y cerraremos el trato —me respondió.

—De acuerdo, a las doce en punto —le dije, estrechándole la mano.

Le dejamos trabajando con sus productos químicos, y regresamos caminando a mi hotel.

—Por cierto —pregunté de repente, parándome y dirigiéndome a Stamford—, ¿cómo demonios supo que vengo de Afganistán?

Mi compañero sonrió con una enigmática sonrisa.

—Esta es precisamente su pequeña peculiaridad —dijo—. Mucha gente se ha preguntado cómo descubre ese tipo de cosas.

—Vaya, ¿se trata de un misterio? —exclamé, frotándome las manos—. Es muy excitante. Le estoy reconocido por habernos puesto en contacto. «El más apropiado tema de estudio para la humanidad es el hombre», usted ya sabe.

—Entonces estudie a Holmes —dijo Stamford, al despedirse de mí—.

Me parece que le va a resultar un problema peliagudo. Apuesto a que él averiguará más cosas de usted que usted de él. Adiós.

—Adiós —le respondí.

Y seguí caminando hacia mi hotel, muy intrigado por el individuo al que acababa de conocer.

Arthur Conan Doyle, Estudio en escarlata

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